V. Van Gogh
Por Giovanni Rodríguez
Desde hace mucho tiempo me vengo dando sopapos en la cabeza para ver si así logro redondear una idea con respecto al lugar que debo habitar, a la pose que debo adoptar y a la inflexión en la voz que debo aplicar a la hora de escribir narrativa. Y es que, de un tiempo acá, me da por asumir el papel de creador de ficciones.
Esta semana he pasado mis dos días libres en la cama, enfermo, mortalmente enfermo, tanto así que ahora que vengo al café a escribir sobre este asunto, no puedo evitar sentirme como un auténtico sobreviviente, como si después de atravesar a pie una ciudad en guerra, ahora, desde el otro lado de la muralla, pudiera mirar atrás impunemente, sin el riesgo de quedar convertido al instante en una estatua de sal.
Mientras sudaba las fiebres en la cama, caía en un delirio cabrón en el que, curiosamente, todas las angustias derivadas de mi condición de enfermo tenían que ver únicamente con la literatura. Era una especie de sueño machacón alimentado por la fiebre y que tenía su fuente en los libros, durante el cual mi yo consciente sólo alcanzaba a articular pensamientos relacionados con lo que mencioné al principio: el lugar, la pose y la inflexión de voz que deberán ser de mi exclusiva propiedad a partir del momento en el que sienta que ya soy capaz de tocarle los güevos a Dios escribiendo ficciones.
Lo curioso –y divertido- de todo esto es que durante mis dos días enfermo, mientras me debatía entre la vida y la muerte, no dediqué ni un minuto –al menos no lo recuerdo- a pensar en la familia o en los amigos: esa pequeña gran comunidad de seres insustituible y añorada; en el amor o en el desamor, que no es otra cosa que un inventario de pasiones; en los logros o en los fracasos, miserables unos, estrepitosos los otros; cosas todas ellas que suelen llegar de golpe y confundiéndose a la mente de los moribundos, según la extensa bibliografía consultada al respecto, sino que mi mente, o más bien la única idea en mi mente durante este par de días prefúnebres, trataba de encontrar el molde exacto que la contuviera.
Dos días y sus respectivas noches entre dormido y despierto, entre muerto y vivo, entre cansado de la puta rutina diaria y esperanzado en una nueva posibilidad de seguir participando, aunque fuera como simple actor de reparto, en la miserable y hermosa mierda cotidiana que es la vida, y el resultado es éste (anotado en una libreta al lado de mi cama):
El personaje primero asume una ficticia condición de enfermo terminal. Eso le permite crear “desde” y no “hacia”. Luego empieza a considerar que para escribir la gran novela de su vida no bastará fingirse desahuciado sino que deberá confirmar que lo está. Y la única manera de confirmarlo es muriendo. Pero he aquí el detalle: no está dispuesto a morir, no está dispuesto, por ahora y sobre todo ahora que la ha recuperado, a sacrificar su vida por ninguna causa, aunque esta causa sea precisamente la que le permite vivir. Decide entonces simular también su muerte. Para ello deja algunas pistas: textos cuyo tema roza la posibilidad del suicidio, conversaciones extrañas con personas cercanas… Hasta que un día por fin desaparece. Desaparece de todo y de todos. Y a partir de ese momento empieza a observar su propia vida (su propia muerte) y la vida de los otros desde el lugar privilegiado de la omnisciencia, convertido ya en un magnífico muerto y diciéndoles a todos cosas al oído con la voz de un muerto. El lugar, la pose y la voz, todo resuelto. Y se divierte así el personaje, decididamente muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario