Encuentro en la revista Istmo un ensayo sobre una antología editada por el norteamericano Paul Theroux titulada The Best American Travel Writing 2001. El ensayo se titula “Para tener una revelación, vení a los peores lugares”, título que, si consideramos que esta nota forma parte de nuestra popular sección “El discreto encanto de la H”, ya nos anticipa algo de lo que encontraremos en él. Su autor, Uriel Quesada, no sabemos si estudiante o profesor del McDaniel College de Maryland (si anda por ahí, que nos lo aclare, por favor), centra su trabajo en el primero de los textos incluidos por Theroux en la antología y que lleva por nombre “As Long As We Were Together, Nothing Bad Could Happen to Us”, obra de Scott Anderson, “un periodista norteamericano que ha escrito sobre distintos países y en especial sobre el tema de la guerra”, según nos refiere Quesada. La historia es ésta (en palabras de Quesada, gracias):
“As Long” relata un inesperado recorrido por territorios de La Ceiba, Honduras, cuando Anderson es apenas un muchacho de 16 años de edad. El adolescente ha sido enviado por sus padres para que traiga de vuelta a los EE.UU. a su hermano mayor, Jon, quien supuestamente ha sufrido una herida con machete, y cuya gravedad se ignora. El motivo del viaje se convierte en una parábola del encuentro entre los hermanos –la relación hasta entonces ha sido distante, casi de desconocidos– y de cómo una situación límite permite crear un lazo que perdura por el resto de la vida.
La primera imagen que tiene el lector de La Ceiba se encuentra en una foto que Jon ha enviado a su familia. En el anverso Jon aparece en una playa de “aspecto roñoso” (Anderson, 2001: 3). En el reverso describe las actividades a las que se ha dedicado, entre ellas la recolección de cocos, y de paso menciona el accidente con el machete. El pie no está bien, sino hinchado, quizás con gangrena y hasta es posible que “haya que amputarlo” (Anderson, 2001: 3). Este truco narrativo prepara al lector para que La Ceiba sea un lugar espectacularmente horrible, un sitio primitivo y por ello mismo plagado de peligros. Scott llega a La Ceiba y su primera mención es de un bar, El París. La Ceiba como lugar que se observa está apenas esbozado por algunos rasgos que señalan la ausencia de elementos de confort y modernidad. El Paris, por ejemplo, “es uno de los pocos lugares de La Ceiba con aire acondicionado” (Anderson, 2001: 5). El aeropuerto es “una minúscula terminal” (Ibid). La roña de la playa, el calor, la pequeñez, estos elementos sirven como preámbulo a las grandes conclusiones: “Más allá del sucio vidrio de la ventana”, dice el narrador, “estaba el parque principal de La Ceiba, una desmarañada placita con una estatua oxidada en el centro. Hasta el momento yo no había visto nada en Honduras que pareciera divertido” (Anderson, 2001: 6).
El ascenso por el Patuca, como en narraciones similares, implica un choque entre civilización/ingenuidad y barbarie. Si La Ceiba no era otra cosa que un pésimo lugar, los siguientes poblados a los que llegan los hermanos se encuentran todavía en un estado mayor de fealdad y atraso. Brewers Lagoon, el primero de ellos, está descrito en términos de unos excusados construidos sobre pilotes adonde la gente sube a hacer sus necesidades corporales. Ver a las personas ir y venir es “la mayor fuente de entretenimiento” (Anderson, 2001: 10) para el narrador. Brewers Lagoon es letargo, chavolas infestadas de mosquitos, pantanos y lluvia diaria. Es aburrimiento, que se puede consolar con la lectura de las novelas traídas con el equipaje. La ruta hacia Awas anuncia lo que ese poblado será: un puñado de chozas, indios misquitos –identificados, pero no reconocidos como individuos– y una pequeña tienda donde Jon pretende cambiar sus cheques viajeros. Esto último provoca un comentario del narrador sobre los intentos de su hermano de convencer al dueño del estanco para que reciba los cheques, sin lograr de él más que una mirada de confusión. Los lugares que recorren los hermanos ejemplifican lo que Spurr llama “espacios negativos” (1993: 93). La mirada colonialista destaca ausencias –territorios vacíos, aunque también el vacío incluye las prácticas culturales, políticas y sociales– implícitamente comparando un mundo más civilizado con lo que la narrativa recoge del lugar visitado. Spurr usa ejemplos de varios viajeros, incluyendo Charles Darwin, para señalar cómo los espacios negativos justifican un supuesto derecho del visitante a colonizarlos. Las ausencias permiten la acción del aventurero, la apropiación del espacio e incluso de su gente.
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