Después de Semana Santa estará disponible en las principales librerías del país mi nuevo libro, Café & Literatura, una colección de artículos, reseñas y otros textos sobre literatura hondureña que bien podrían leerse como si se tratara de una novela, creo yo. El texto que sigue forma parte de ese libro:
Distinguidísimos lectores y escritores:
Sé que la manía de establecer clasificaciones es más propia de periodistas y de otra clase de gente aburrida y poco imaginativa, pero no puedo sacarme de la cabeza –únicamente desde mi condición de lector- la idea de que en Honduras hay dos tipos de narradores: los que padecen arteriosclerosis y los que padecen osteoporosis. No se alarmen, aunque este discurso empiece pareciéndolo, no se trata de un dictamen médico, ni mucho menos. Se trata solamente de la simple, modesta, caprichosa incluso, apreciación derivada de mi experiencia lectora, una opinión que no tiene –ni pretende tener- rigor científico, que deberá tomarse apenas como un ejercicio del criterio, de mi criterio.
Es tan cómodo estar bien con los demás que practicamos casi unánimemente la “ética” del aplauso, del elogio, y hay tan poco para exportar que lo primero que sale del horno ya se convierte en producto de calidad indiscutible. Así funciona el comercio del arte en nuestro país.
Pero no decidí escribir este discurso para hablar de nuestra característica condición de dañinos aduladores; lo hice para hablar exclusivamente de la narrativa de los últimos años en Honduras, y de sus escasos narradores, víctimas ingenuas casi todos ellos de los dos padecimientos antes mencionados.
El primero, el de la arteriosclerosis, es el menos frecuente, porque afecta sólo a los narradores serios, a los que llaman “consagrados”, a los que aprendieron a escribir a fuerza de lecturas, de desvelos, de corrección y autocrítica; mientras que el segundo, la osteoporosis, se ensaña con los aprendices, con los escritores in fieri, o con los eternos engañadores engañados por su propio engaño de creerse escritores, o con los pobres niños que juegan a serlo y emborronan cuartillas con cualquier historia de malos contra buenos, de amor y desamor, de muertos y de vivos.
A los arterioscleróticos, después de algunos aciertos con sus primeras publicaciones, se les ha endurecido la vena narrativa, su estilo ha ido acumulando tanta grasa que sus novelas o cuentos posteriores no pasan de ser admirables ejercicios miméticos de los escritores del Boom; dejaron de ser contemporáneos hace veinte, treinta o cuarenta años porque sus más recientes lecturas -y en consecuencia, lo que escriben- corresponden a esa época y no a la actual. Con los osteoporosos ya no hay remedio porque se les brindó el ánimo necesario en el primer momento y ahora nadie los detiene, aunque sus obras vayan con muletas y sean más frágiles y porosas que una piedra poma; su ignorancia y su locura seguirán apareciendo en forma de libro siempre que haya un profesor de español dispuesto a entrarle al negocio con sus pobres alumnos.
Los primeros publican cuentos y novelas correctísimas, en párrafos que despliegan metáforas complejas y frases eruditas, con todas las tildes, las comas y los puntos en el lugar adecuado; suelen diseccionar la historia nacional para convertirla en el objeto de sus ficciones y se proponen forjar en sus lectores valores morales, patrios o de cualquier otra índole; en un estudio sobre la narrativa hondureña aún se les puede considerar imprescindibles (no queda de otra). Los segundos son en realidad bichos curiosos: han leído alguna novela de García Márquez, otra de Isabel Allende y casi todos los bodrios de Coelho y ya se creen talentosos y capaces de escribir una obra literaria; abrimos cualquiera de sus libracos publicados y desde el primer párrafo nos topamos con una amplísima colección de elementales errores sintácticos y de puntuación; con ellos suele llegar un momento en el que han escrito más libros de los que han leído; por eso y por muchas más razones son absolutamente prescindibles.
¿Preferiría que se tratara de una cuestión de desventaja con respecto a los narradores de otros países, que en nuestra condición de escritores tercermundistas sólo pudiéramos aspirar dignamente a escribir narrativa tercermundista, y eso bastara? ¿Preferiría que se consideraran válidos los lugares comunes de decir que el Gobierno no apoya a los escritores, que no actualizamos nuestras lecturas porque no nos llegan los libros de todo el mundo, que leemos en la medida de nuestras posibilidades económicas, etcétera, etcétera, etcétera? ¿Preferiría realmente que así fuera la cosa? ¡Pues no, jamás! En realidad prefiero decir que ya es tiempo de poner las cosas en su sitio, que ya es hora de abandonar la práctica del chauvinismo, que es urgente salir del círculo de nuestra endogamia lectora y empezar a ver fuera de nosotros mismos.
Si Descartes dijo: “Pienso, luego existo”, a nosotros, los que pretendemos escribir, nos toca decir: “Leo, luego escribo”. No hay otra manera. Y quien ignore una verdad tan irrefutable es un tonto con vocación para la locura. Pero no, nada de eso, en Honduras el “talento”, el “potencial” o el “esfuerzo” bastan para la gloria literaria. Cualquiera con un mínimo de capacidad para redactar una cuartilla puede llegar a ser un héroe de nuestra literatura; pero es la tendencia en el mundo actual: seres anodinos convertidos en héroes de la noche a la mañana a puro empuje mediático o a puro correr de voz.
En el mundo real de la literatura los escritores leen, escriben, corrigen, escriben y vuelven a corregir; en nuestro minúsculo universo literario forjado a partir de lo políticamente correcto, de las palmaditas en la espalda y del abrazo solidario los escritores son seres oscuros y sufridos hundidos en el fondo de un café con el índice en su sien derecha y la taza vacía, esperando a la musa fecundante de sus geniales ideas; o son publicistas, banqueros, administradores de empresas, periodistas, maquileros o policías con poco tiempo disponible para leer pero con mucho para “inspirarse” y escribir al ritmo de sus sueños humanistas o al ritmo del dinero que generarán sus abortos en las universidades y colegios.
Tampoco es que se trate de una emergencia nacional; el país seguirá siendo el mismo cambie o no cambie esta situación, pero eso no es motivo para no pronunciarse alguna vez. Y es que a veces –como ahora- dan ganas de gritar, de gritar hasta por los codos, para que a más de alguno le piquen o le duelan los oídos.
Basta ya de aplaudir indiscriminadamente a cuanto conejo salga del sombrero. Basta ya de tragar esos productos de supermercado con la fecha de vencimiento de hace cuarenta años. Basta ya de esos lectores analfabetos que quieren que la literatura eduque y diga sólo la verdad, esos que confunden un manual de jardinería con una obra literaria y creen que “puta”, “mierda” y “culo” son palabras impertinentes en literatura. Es cierto que a la literatura le es indiferente la existencia de estos últimos, pero cómo jode tener que explicarles a cada momento, en una inútil filantropía de la reeducación, que no se puede opinar acerca de algo si no es con el debido conocimiento de causa, que es de lo que carecen al fin y al cabo.
No podemos seguir creyendo que nuestra narrativa está representada por bufones, por aficionados insípidos o por las rancias eminencias del siglo pasado. Es urgente que reaccionemos, que observemos con atención y que aprendamos a entender nuestro nuevo rumbo literario a través de la única manera posible: la correcta digestión de los clásicos, la lectura actualizada de los contemporáneos y el necesario y permanente cuestionamiento acerca del oficio de escribir y de lo que habrá de venir en la literatura.
Hay que desterrar los lugares comunes de nuestra narrativa. La historia bananera, la de la dictadura y la del fútbol tienen que ser reescritas sin tanto afán reivindicativo, sin tanto ardor en la sangre, y más bien con algo de ironía y con cierto desdén, apelando más a la verosimilitud que a la verdad, más al poder sugestivo de la ficción que al peso terrible de la realidad.
No soy del tipo de iluso que aspira a pertenecer a un país de lectores, como pomposamente pregonan algunas veces los entes oficiales de la cultura o los organizadores de festivales de literatura o de ferias del libro; pensarlo sería sumergirme en una aventura mental descabellada e incluso fantástica. Soy más bien del tipo de iluso que aspira tan sólo a que los pocos lectores lo sean de verdad, que la escasa crítica literaria verdaderamente se afiance en nuestro medio como auténtica crítica, con el compromiso ético derivado únicamente de la literatura y dirigido hacia la literatura, sin las concesiones motivadas por el compadrazgo ni la estúpida saña cultivada por la envidia o el odio innecesarios.
En el tiempo se fija la esperanza de la verdad, decía Borges, pero nosotros, en nuestro pobre país hundido desde su nombre, ni siquiera contamos con la esperanza de una verdad. La verdad seguirá siendo esa cosa informe e inasible a la que todos le adjudican un rostro a su conveniencia. No se puede tener esperanza entre tanta ignorancia. Hay que huir de la ignorancia. Urge hacerlo. Para que entre los arterioscleróticos y los osteoporosos surja un tipo de narrativa de calidad, actualizada y retadora, hay que mirar afuera y empezar a avergonzarse de la ignorancia propia. Quien no esté dispuesto a avergonzarse de sí mismo, a reírse de sí mismo y a criticarse a sí mismo no podrá jamás avergonzarse de los demás, reírse de los demás ni criticar a los demás.
Y hasta aquí este discurso airado y pesimista. Un libro más, obeso o desnutrido, y me revienta el hígado. Siete libros y medio ya fueron suficientes. Y a ustedes los aludidos: si se sienten libres de culpa, lancen la primera metáfora, si es que al menos saben cómo escribirla.