martes, 9 de diciembre de 2014

Imitadores y originales

Hace mucho que no dejábamos por aquí un artículo de Vila-Matas, un escritor que siempre indaga en esos aspectos de la ficción que la mayoría de las veces pasan inadvertidos y que resultan, sin embargo, indispensables para entender, o para empezar a entender, cómo funciona el asunto. Esta vez, recordando a Diderot y a Sterne, nos habla de la imitación y la originalidad, que pueden llegar a confundirse.
No oímos alguna vez que “todo está escrito”? A mí, desde tiempo inmemorial, han tratado de convencerme de esto. “La imposibilidad de ser original”, repetía el primero que intentó desengañarme; me acuerdo muy bien de él: un tipejo que carecía de talento literario y ajustaba cuentas con todo el mundo que escribía en lugar de ajustarlas consigo mismo, lo que tanto le habría convenido. Cansaba tanto que un día hallé un fragmento de Macedonio Fernández y se lo leí y pude ver que le causaba los mismos problemas que una estaca a un vampiro: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso. Y comenzó”.
Salió por piernas, y su fuga fue liberadora, porque me permitió adentrarme en el estudio de la originalidad. Quizá por eso me atraen las reflexiones de Adam Thirlwell en su ensayo La novela múltiple(traducción de Aleix Montoto, Anagrama). Me gusta cómo organiza sus comentarios sobre la originalidad a partir de un Kundera impresionado por el hecho de que un libro como Tristram Shandy,de Laurence Sterne, siga siendo excepcional en la historia de la novela: “Nadie lo siguió. Nadie salvo Diderot”.
Basada en la extraña relación entre Sterne y Diderot, Kundera desarrolló su teoría de la originalidad: Diderot fue receptivo enJacques el fatalista a la invitación sterneiana a recorrer nuevos caminos, y, por mucho que pueda parecer lo contrario, fue un escritor inmensamente original. Al hilo de esta certeza, el joven Thirlwell observa que la historia del arte de la novela está basada en una paradoja: una obra nueva sólo tiene sentido si forma parte de una tradición, pero sólo tiene valor en esa tradición si —como ocurre con Diderot con respecto a Sterne— ofrece algo nuevo. Esto vendría a decirnos que toda forma artística supone una confrontación directa con esta cuestión: ¿qué diferencia hay entre repetición y variación? ¿A partir de qué momento una imitación es original?
Dentro de la línea sin duda más feliz de la literatura universal, Sterne aportó algo nuevo al mundo de Cervantes y Diderot a su vez lo aportó al de Sterne, al que imitó, pero uno diría que para parodiarle; empleó para ello la ambigüedad del propio Sterne y lo hizo, claro está, de forma ambigua, lo que precisamente imposibilita saber si le imitaba o se reía. Y es que un ambiguo homenaje a la ambigüedad recorre esa también excepcional novela que es Jacques el fatalista.
Frente a las acusaciones de copia o de imitación insulsa, Diderot debió de experimentar un orgullo secreto, porque, en un mundo como el literario tan lleno de imitadores, él se sabía original. Porque no hay duda de que, inscrito en la franja más feliz de la historia de la novela, contribuyó a extender el lado más genial de ésta; un lado para el que Sterne y Diderot abrieron caminos de grandes posibilidades, que asombra ver que tan pocos han seguido. Pero las posibilidades están ahí. Y luego aún hay quien dice que el género está agotado.
Tomado de El País.

sábado, 6 de diciembre de 2014

Narrativa hondureña actual: una voluntad posmoderna



Publiqué este artículo en el último número del boletín literario "Página al Viento" de la Editorial Universitaria y al parecer, ya empezaron a salir ronchas por todas partes. Es el "riesgo" que se corre al decir la verdad, supongo. Qué cosas, ¿no?
Por Giovanni Rodríguez

¿Cuándo fue la última vez que se publicó un libro de narrativa en Honduras? ¿Fue, acaso en 2013, El equilibrista, una novela que Roberto Quesada ya había publicado, con otro título, hace muchos años? ¿O acaso en 2012, Entonces, el fuego, de Raúl López Lemus, una colección de cuentos de un tiraje cortísimo que pocos alcanzamos a leer? Es curioso que a pesar de ser pocos los libros de narrativa hondureña que llegan a nuestras exiguas librerías, resulte difícil recordarlos. ¿Cuántos habrán leído Final de invierno y Música del desierto, los dos libros de cuentos de Dennis Arita aparecidos en 2008 y 2011, respectivamente? ¿O Las virtudes de Onán (2007), la obra de Mario Gallardo que probablemente represente para una generación próxima lo que para la nuestra significó El arca, de Óscar Acosta?
Escasos son los lectores como escasa es nuestra narrativa, y más allá, escasa la calidad de esta narrativa, del mismo modo que pobre es nuestra vida cultural y deficiente nuestra formación académica. Una cosa no deriva necesariamente de la otra pero es obvio que alguna relación guardan entre sí. Un escritor de ficciones de nuestro llamado “tercer mundo” estará menos preocupado por escribir que por conservar el trabajo que le permita llenar la nevera. Con ese panorama, al que se le podría sumar la casi nula existencia de medios que permitan la difusión de la literatura, la incipiente industria editorial y el oneroso costo de la autoedición, distribución y promoción de los libros, poco se puede hablar de una narrativa contemporánea hondureña sólidamente establecida, pues, más que escritores, quienes de vez en cuando publicamos algún libro en estas Honduras somos profesores, periodistas, correctores de textos, y cuando hay menos suerte, nos dedicamos a labores que nada tienen que ver con la literatura.
Pero digamos, siendo optimistas, más allá de todas esas circunstancias adversas, que algún movimiento existe en Honduras con sus narradores, que ahí en sus viviendas, en sus respectivos escritorios, con el empuje inicial que ha supuesto la publicación de alguno de sus libros, se fraguan ahora los cuentos y las novelas que constituirán en el futuro las referencias de la narrativa de la generación actual. Y así, optimistas y expectantes, quedémonos por un momento.

De los siete autores hondureños incluidos en el libro Puertos abiertos, antología de cuento centroamericano, de Sergio Ramírez, sólo cuatro, Jorge Medina García, Julio Escoto, Mario Gallardo y Juan de Dios Pineda, publicaron al menos un libro de narrativa en los últimos 10 años; Gallardo y Pineda cuentan solamente con uno y dos libros de narrativa publicados, respectivamente, aunque “Las virtudes de Onán”, del primero, y “Sensemayá-Chatelet”, del segundo, son dos de los mejores cuentos de la narrativa hondureña de todos los tiempos.
De todos ellos, sólo Jorge Medina García publica regularmente, y si Julio Escoto aún tiene vigencia será por sus cuentos de La balada del herido pájaro y la novela El árbol de los pañuelos y no porque aprovechó la coyuntura del Golpe de Estado de 2009 para publicar una novelita de título absolutamente olvidable en donde coloca a unos comerciantes mayas a conspirar para derrocar a su gobernante.
Otra antología de cuento centroamericano con el título Un espejo roto publicó Sergio Ramírez recientemente y en el caso de Honduras la selección es, cuando menos, una “recogida” improvisada.
Hay que consignar tres casos de narradores hondureños publicando en el extranjero: Horacio Castellanos Moya, nacido en Tegucigalpa pero considerado salvadoreño por casi todo el mundo, cuyos libros aparecen, al menos cada dos años, en Tusquets; León Leiva Gallardo, otro escritor hondureño casi desconocido para nosotros y residente en Chicago, ha publicado dos novelas también con Tusquets, en 2006 y 2008; y Roberto Quesada, quien, después de La novela del milenio pasado (Tropismos, 2004) no ha dado a conocer a los lectores nada nuevo.
En cuanto a la narrativa escrita por mujeres, habría que destacar a Marta Susana Prieto, una de las pocas integrantes de nuestras letras actuales que no se ha dejado llevar por el influjo de ese feminismo machacón que entiende la literatura como campo de batalla ideológico y no como arte.
Otra vez, entonces, la revisión del panorama, pobre y triste, sobre todo si lo comparamos con el de otros países centroamericanos. Así, es necesario mencionar al grupo de narradores que integramos el libro Entre el parnaso y la maison (2011), que llegó a confirmar lo que Hernán Antonio Bermúdez dijera dos años atrás: “El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la Costa Norte”. En ese libro aparecíamos los autores que, probablemente, nos habíamos formado en San Pedro Sula y sus alrededores y que teníamos, más o menos, ciertas afinidades literarias. De ese grupo de diez autores, sólo dos se mantienen sin publicar su propio libro. Hasta la fecha de aparición de ese libro no ha habido otro acontecimiento realmente importante para la narrativa hondureña.

La actual narrativa hondureña se debate entre el realismo mágico o costumbrista y la posmodernidad, entre el puritanismo y la heterodoxia, entre lo políticamente correcto y la rebeldía, entre la autocensura y el desparpajo, entre el afán reivindicativo de alguna causa y la búsqueda de lo meramente artístico, y la pugna entre todos estos elementos, aunque a algún despistado seguramente cosmopolita le parezca provinciano, hay que asumirla como parte de nuestro devenir histórico, pues no vivimos en una sociedad homogénea; aquí conviven, en una armonía delirante, lo antiguo y lo moderno, por lo que no es extraño que algunos de nuestros narradores (o poetas) sigan, a estas alturas, con los discursos trillados de hace cuarenta o cincuenta años.
        Una nueva generación de narradores empezó a manifestarse durante los últimos años, en la que Mario Gallardo y Dennis Arita sobresalen y a la zaga vamos otros, más jóvenes, quizá insolentes y hasta fanfarrones, pero enteramente comprometidos con la búsqueda que deberá conducirnos a la consolidación de una nueva narrativa hondureña.
      ¿Qué características marcan a esta nueva generación? En lo relativo al “fondo”, la casi ansiedad por desmarcarse del relato bananero, del apego a la tierra y a lo rural que caracterizó a generaciones anteriores, y la identificación de los espacios urbanos no como simples estaciones de paso sino como escenarios centrales. Ahí se mueven personajes ya no preocupados por el abordaje totalizante de la historia, que incluye en nuestra narrativa, entre otros aspectos, la guerra, la inestabilidad política, la explotación laboral y el asunto remasticado de la identidad, sino por los temas inherentes a la época más reciente: la criminalidad, la emigración, la crisis económica, pero desde una perspectiva particular, que va de la mano con la soledad del individuo, con sus relaciones interpersonales, su visión del arte y la literatura, el erotismo y el hedonismo. No se trata de grandes temas sino de temas muy específicos que implican el abandono de una visión abarcadora en favor de un acercamiento con la obligada “obsesión del miope”, como apuntó Antonio Skármeta.
       En cuanto a la “forma”, se percibe en algunos narradores esa misma voluntad posmoderna que apela a la fragmentación, aunque en algunos casos habría que preguntarse si no se trata de cierta incapacidad para la construcción de relatos más homogéneos. La incorporación de elementos propios del género policial, del lenguaje de la tecnología, del humor, de la ironía y el uso del pastiche y la intertextualidad, son otros rasgos que permiten entender a la narrativa actual como inmersa en un proceso posmoderno.
   Pero a pesar de que todas estas características pueden ya identificarse en nuestra narrativa contemporánea, resultan escasos los libros dignos de estudio, los libros que pasen los rigores inherentes a una obra literaria de calidad; por ello habría que esperar una buena cantidad de años antes de aventurarse a hablar con propiedad de una narrativa hondureña de principios del Siglo XXI que no pase de ser apenas un intento, un punto de partida prometedor, una entelequia.

De qué está hecha la novela

 Ilustración de Fernando Vicente.
Muy bueno el artículo "La realidad asalta la ficción", de Berna González Harbour que publica hoy El País. "No nos llamaremos a engaño. Que la realidad es la materia prima más sustanciosa de la ficción es una verdad probada desde que la sabiduría popular tomó forma de Sancho Panza, por ejemplo, o el Essex, el ballenero hundido por un cachalote en 1820, se transformó en el Pequod en el tintero mágico de Melville", señala la autora del texto. "La novela no solo no ha muerto, como predijeron muchos, sino que se renueva y revive con una fortaleza inusitada", sigue diciendo, a lo que Javier Cercas, uno de esos autores que ha sabido mezclar con eficacia realidad y ficción, agrega: "Lo que ocurre ahora son muchas cosas a la vez: estamos rompiendo determinadas barreras. La historia de la novela es la historia de cómo el género va apropiándose de todo lo que encuentra a su alrededor —la historia, la poesía, el ensayo y el periodismo— y al hacerlo se transforma". Otro escritor español, Antonio Muñoz Molina, amplía el panorama: "En el siglo XIX y desde entonces hay una experimentación increíble en la novela, desde Balzac a Flaubert, este cambia constantemente en sus propias novelas. Miremos a Conrad, o James Joyce a Tolstói o Dostoievski. La realidad se ha contado siempre en la novela. El Lazarillo se presenta como autobiografía o ahí tenemos a Robinson Crusoe. Pero la novela siempre ha jugado con parecerse a la realidad o con introducir elementos de la realidad. En el Quijote aparece el bandolero que atemoriza Cataluña. Forma parte del panel de atracciones que tiene el arte de la novela: mezclar ficción con realidad". Jorge Herralde, el editor de Anagrama, analiza el fenómeno: "En los sesenta y setenta, en plena ebullición del Nuevo Periodismo, Norman Mailer (La canción del verdugo, Los ejércitos de la noche) y Truman Capote (A sangre fría) popularizaron la novela de no ficción y estos años hay un renovado interés por esta aproximación narrativa". "Toda buena novela quiere sonar a verdad", defiende también Juan Cerezo, editor de Tusquets. "Y saturados de ficción, o de los trucos de cierta ficción, muchos novelistas recurren a la crónica, la autobiografía, a la documentación para incrementar la eficacia de la verosimilitud. La autoficción, que fue motivo de exploración metaliteraria en tantas novelas, se ha ido convirtiendo en autoconfesión como estrategia necesaria de credibilidad. El narrador testigo es ahora narrador personaje y muchas veces objeto de autoanálisis en paralelo y confundido con la historia que quiere contar, sin ocultar su punto de vista o su implicación emocional en lo que cuenta".
¿Cómo distinguir, entonces, una novela de una crónica, por ejemplo? Muñoz Molina advierte: "Que algo se convierta en novela no depende de que sus elementos sean reales o no, sino de la construcción que lo convierte en novela, de un discurso narrativo autónomo al mezclar la experiencia del asesino con la mía. La frontera entre narración y crónica es muy exacta, es la misma que entre ficción y no ficción: la libertad. Si hiciera un reportaje hay libertades que no podría tomarme. La novela te da libertad de usar la realidad como tú quieres y una sola gota de ficción la convierte en ficción. En periodismo la única libertad es solo organizar los hechos de una manera, y es escasa. Cuando tú haces un texto histórico o de no ficción no tienes libertad, mientras la novela te da el grado de libertad que quieras. Responde a necesidades distintas".
Y Cercas remata:
"Lo que distingue a la literatura es la ambición formal —la certeza de que a través de la forma se puede acceder a una verdad a la que no se puede acceder de ninguna otra manera— y un género se distingue de otro por las preguntas que se hacen y las respuestas que se dan. La pregunta que yo me hago ante el 23-F no es la pregunta de un ensayista o un historiador, sino la de un novelista: ¿por qué se queda sentado Adolfo Suárez en su escaño mientras las balas zumban a su alrededor? Lo mismo pasa con la pregunta que me hago ante el caso de Marco o el fusilamiento de Sánchez Mazas. Y en todos estos casos la respuesta también es novelesca: no hay respuesta, es decir, no hay una respuesta clara, nítida, taxativa, sino poliédrica, ambigua y contradictoria, como la propia realidad. Hay infinidad de respuestas y cada lector puede sacar la suya. La novela es una pregunta cuya respuesta solo la tiene el lector".
El debate sobre ficción y no ficción dura tanto como la literatura y quizá, como dijo Günter Grass: "Este asunto es un sinsentido. Tal vez les resulte útil a los libreros para clasificar los libros por género. Siempre he imaginado una suerte de comité de libreros reuniéndose para decidir cuáles deben ser ficción y cuáles no. ¡Diría que lo que hacen los libreros es ficción!". Quién sabe. Tal vez todo esto, incluida la anunciada muerte de la novela, también es ficción. Y la única verdad sea, en palabras de Cercas, que: "Si la novela está muerta —cosa que se dice casi desde que está viva—, la culpa es nuestra por no aprovechar todas las posibilidades que abrió Cervantes, que nos dio un género en el que cabe todo. Esa fue su genialidad".
  

lunes, 24 de noviembre de 2014

La historia de Don Quijote podría no ser inventada

Como cualquier ficción, la contenida en el Quijote podría estar basada en hechos y personajes reales. Y esto es algo que dos investigadores tratan de comprobar, según esta nota del diario español ABC:
El historiador y la arqueóloga que hace unos meses desvelaron que habían localizado el lugar en el que se alzaba el mesón donde se armó caballero Don Quijote de la Mancha han encontrado ahora nuevos documentos históricos que avalan la historia del Quijote y en las personas reales en que se basó Miguel de Cervantes.
Hace medio año el archivero e historiador Francisco Javier Escudero y la arqueóloga Isabel Sánchez Duque desvelaron queuna venta medieval que estuvo abierta durante más de dos siglos junto a la actual ermita de Manjavacas, en Mota del Cuervo(Cuenca), podía ser el mesón en el que se armó caballero Alonso Quijano. Ahora han avanzado a Efe sus nuevos descubrimientos históricos y aseguran que la trama de El Quijote tuvo protagonistas reales, coetáneos de Miguel de Cervantes y vecinos de los municipios manchegos de El Toboso y Miguel Esteban.
Pedro de Villaseñor, que era amigo de Cervantes como él reconoce en «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», y Francisco de Acuña, otro hidalgo manchego, intentaron matarse a lanzazos en el camino del Toboso a Miguel Esteban en 1581, según textos del Archivo Histórico Nacional y otros de órdenes militares. A diario, Villaseñor y Acuña iban vestidos como caballeros medievales, con cascos, broqueles, cotas, montantes y dagas, y Escudero y Sánchez Duque consideran que Miguel de Cervantes pudo conocer estos hechos -ya que los Villaseñor eran sus amigos- y parodió con su novela una historia y personaje reales. «Encontramos que los Acuña intentaron matar a los Villaseñor vestidos de caballeros, con todo el aparataje medieval, y nos dimos cuenta de que la historia de Don Quijote no es inventada, es real: es lo que hacían los enemigos de los Villaseñor contra ellos. Increíble pero cierto, está documentado», afirma con énfasis Escudero.

De Quijada... ¿a Quijote?

Antes de esa fecha está documentado en 1573 el intento de asesinato de otro Villaseñor, Diego, en El Toboso y aquí aparece un tercer personaje, Rodrigo Quijada, que fue procesado aquel año y cuya vida fue, cuanto menos, polémica. A su apellido, Quijada, pudo añadir Cervantes un sufijo peyorativo que derivó en Quijote. Escudero explica que El Quijote es «una parodia, una burla» y teniendo en cuenta que no se escriben novelas para burlarse de amigos, Cervantes debió gestarla para «ridiculizar» a quienes eran no ya sus enemigos, sino los enemigos de los Villaseñor. «Todavía estamos en la fase preliminar y puede aparecer mucho más, pero lo que parece evidente es que el Quijote está dedicado a burlarse de esos enemigos de los Villaseñor que, posiblemente, también sean enemigos de Cervantes o a quienes Cervantes consideraba enemigos», ha añadido.
Por otra parte, a Sánchez Duque y Escudero -que no son manchegos, sino vallisoletana y madrileño- no les convencía que el modelo para el Quijote fuera Alonso Quijano Salazar, un fraile agustino de Esquivias que murió mucho antes de que naciera Cervantes y que no era del entorno de El Toboso. La de este fraile como posible Quijote es una propuesta de Astrana Marín en 1948 y a estos investigadores les llamó «poderosamente» la atención que fuera la única hipótesis en casi setenta años, por lo que siguieron buscando. 
De esa forma han llegado al regidor Rodrigo Quijada, de quien han hallado media docena de documentos, ninguno de los cuales le retrata como un hombre «bueno», ya que fue «un personaje muy polémico que estuvo muy mal visto en todos los pueblos de la zona», y que, según su biografía, se merecía el maltrato que se le da al Quijote en la novela. Debió morir hacia 1581, según datos que les ha aportado Alfonso Ruiz Castellanos, cronista de Quero (Toledo) e investigador de los Villaseñor. Todos estos personajes confluyen, además, en un entorno geográfico conocido por Cervantes.
Los dos investigadores intuyen que sus estudios traerán polémica, pero avanzan que van a seguir trabajando para demostrar si, por ejemplo, Rodrigo Quijada fue enemigo de Cervantes o de sus amigos los Villaseñor «y se merecía que se burlaran de él en la novela». En este sentido, consideran que indagar en los Villaseñor, Acuña, Quijada y otros hidalgos de la zona es «una buena línea de investigación porque es el caldo del que bebe Cervantes» y porque puede dar respuesta a la pregunta de por qué dedicó Cervantes una novela a una ciudad que no era la suya y a unos determinados personajes.
Escudero y Sánchez Duque llevan tiempo investigando sobre la ruta que inspiró a Miguel de Cervantes para escribir el Quijote y trabajan en la colección denominada «Tierra del Quijote», en cuyo quinto número publicarán estas investigaciones, además de darlas a conocer en distintos foros internacionales en 2015.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Poetas que cerraron y abrieron siglos




 Obra de Armando Lara.
En el siguiente texto, publicado originalmente en el No. 128 de la revista Hispamérica, el poeta e investigador hondureño Leonel Alvarado traza una línea del tiempo en la que Domínguez y Molina empiezan a señalar un camino que habrían de seguir Sosa, Rivas, Acosta, Cardona Bulnes, Quesada y Paredes, entre otros, hasta nuestros días. Alvarado identifica los cuatro discursos dominantes en nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético, presentes en los poetas hondureños más recientes, de los que a continuación deja una muestra:

Papeles que no prometen un visado al cielo: muestra de nueva poesía hondureña
Leonel Alvarado

Poetas que cerraron y abrieron siglos
Como a muchos países que escasamente figuran en el mapa literario, a Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena difusión de la misma. A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro historial literario, como el romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el modernista Juan Ramón Molina (1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo reconocimiento municipal, a pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo. Hay que reconocer que su obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se enfrentaron a un medio feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de sobrevivencia y su admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un país que pronto se convertía en una república bananera; la modernización, que iba de la mano con el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.  
Ambos poetas clausuran el siglo diecinueve y abren el veinte, tanto ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos, Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino. En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus textos personales.
En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina, comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva entre estos discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso y lo militante, a lo largo del siglo veinte; Roberto Sosa (1930-2011), quien sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948), José Luis Quesada (1948), Galel Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso, a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz Acosta (1951).
Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas comparten rasgos esenciales en términos generacionales y discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de la presencia de Roberto Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos. 
Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en Oscar Acosta (1933) y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943), quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).
En esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se refiere, el siglo veinte estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991), quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de poeta se planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.
Nuestro siglo veinte no estuvo marcado por la ruptura, sino por la transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de  tantos países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.

Sin ser sagrados caminamos hacia la luz: cuatro poetas que cierran y abren siglos
Dice Monsiváis que los jóvenes escritores buscan ser diferentes del pasado inmediato para conquistar su propio presente. En nuestra poesía, los jóvenes han conquistado su presente sin rupturas violentas. Precisamente, la poesía incluida en esta muestra es un reflejo de nuestro apego a las transiciones generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del papel de la poesía; la palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y otras épocas. Para el caso, el discurso militante, prevalente en la poesía de fines de los sesenta a los ochenta, ha perdido su importancia, sobre todo por los cambios ocurridos en la región centroamericana; algunos poetas asociados a este discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa, para el caso, Pompeyo del Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.
El gran conflicto enfrentado por los modernistas entre el poeta y el medio ha cambiado pero sólo para empeorar. A la severidad de la crisis económica se suma una violencia sin precedentes, ahondada por el narcotráfico; cada día se sobrevive peligrosamente mientras se buscan espacios de creación. Sin embargo, los poetas aquí antologados no responden a esta crisis desgarradora con una postura discursiva en la que la ética y “el deber” ciudadanos se imponen a la estética, como lo hicieron algunos poetas de otras generaciones frente al militarismo; en otras palabras, no se recurre a la tan trajinada denuncia ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la espalda a la historia; ésta entra ahora a la poesía convertida en una experiencia asumida desde una voz estrictamente personal.
Los cambios históricos van a la par de cambios estéticos. La mal llamada poesía de denuncia da paso a búsquedas personales centradas en trascender la inmediatez o, mejor dicho, la trampa de la poesía escrita para poner a prueba un discurso sociopolítico. Esto se refleja en la poesía de todos los poetas incluidos en esta muestra.
No es casual que esta muestra se abra con José Antonio Funes, quien comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en que todavía se vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los conflictos de los países vecinos. Su primer libro, Modo de ser (1989), es fundamental para entender el paso de una poesía pública, por asumir el discurso  comprometido con la realidad histórica, a una poesía privada, en la que la solidaridad ciudadana se vierte a través de la experiencia personal. En su primer libro se advierte un tono intensamente humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Esto ocurre, para el caso, en “Bajo una verde sombra”, poema de ineludible raigambre histórica que, a través de la presencia del padre, se asume como un drama personal; al final del poema, la dignidad del padre se impone a la humillación histórica y personal.
La gravedad del tono de gran parte de la primera poesía de Funes da paso, en su poesía posterior, al distanciamiento saludable entre poeta y mundo que llega con la madurez; el poeta descubre que, sin dejar de ser valedera, la experiencia del drama también puede verse desde un centro no ocupado por el poeta. En algunos casos, el filtro lo da el humor. El tema que, en la poesía de Funes, mejor se presta a esta descentralización del drama personal es el amoroso, como se puede ver en “Euclides pudo haberlo dicho” y, sobre todo, en “A manera de consejo”.
Menciono este asunto de la gravedad en el tono porque me parece que es una característica compartida por los jóvenes poetas de esta muestra. En todos ellos se advierte una seriedad en la escogencia de la temática, en su tratamiento y en el mundo de referencias literarias y vivenciales a las que remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de asumir el oficio con una seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la brutalidad del medio. Se crea, así, una poesía que busca afincarse en la universalidad de la condición humana, no en una percepción anacrónica de la historia. Un buen ejemplo de ello es la poesía de Marco Antonio Madrid; su poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba de la noche (2000), está anclada en un mundo referencias clásicas; de la misma manera, a la temática le corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad y eficacia, entre la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado la biblioteca griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es a Edilberto Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus preocupaciones estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura, tan característico de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene el convocar lo clásico en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo entienden ambos poetas, reside en el hecho de querer universalizar la experiencia humana, trascendiendo así el tan trajinado asunto de las literaturas nacionales; la poesía, parafraseando a Paz, es un asunto de lenguaje, no de fronteras.    
El primer libro de Madrid es una noticia feliz en la poesía hondureña; es una obra de madurez que no le da cabida al ‘nada mal, para ser un primer libro’. Por el contrario, se trata de un libro reposado, cuya solidez reside en un trabajo cuidadoso del lenguaje que le permite iluminar viejos temas. Hay en este libro, como en el segundo de Madrid, La secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo ha puesto a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor parte de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas abordados, evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Como en el título de un poema de esta muestra, se puede decir que la poesía de Madrid vuelve “al último sol” para replantearse, no los conflictos, sino  el peso descomunal de la historia en el presente. Mientras el primer libro está atravesado por la transitoriedad —todo es instante, fuga, reflejo—, el segundo es una experiencia de llegada a un lugar que ahora se contempla, se ahonda en la vida y, claro, en la muerte. En el hermoso y perfecto “Poema para bailar un trompo”, el trompo, como la infancia, sigue girando en un tiempo detenido en el vértigo entre la vida y la muerte; a la pregunta feroz del “Quién vive”, del poema que cierra el libro, una respuesta posible es ‘el trompo vive’, mientras dure su danza al borde del precipicio.
Entre el exceso de poesía pública ligada a causas, Madrid es un poeta de poetas, sobre todo en su primer libro; en el segundo, la gravedad del lenguaje da paso a una mayor transparencia, como el López Velarde —a quien me remite esa vida mínima y entrañable de “las tierras altas”— que regresa al pueblo, su “edén subvertido”, y encuentra a la prima Águeda.
Finalmente, el hecho de que Madrid le rinda homenaje, en uno de sus poemas, al modernista Juan Ramón Molina constituye en sí una de las tradiciones de la literatura hondureña. Me refiero a esa necesidad, tanto literaria como ontológica, que nos lleva a volver a eventos y personajes de un pasado que quedó mal resuelto; por eso, para el caso, nuestra narrativa vuelve a Francisco Morazán, el General decimonónico de sueños truncados; por eso nuestra poesía vuelve a Molina, el poeta abatido por el medio. Se podría ir más lejos y decir que ambos son dos de nuestros padres inconclusos. No es casual que los cuatro poetas incluidos en esta muestra sean más viejos que Molina, quien murió a los 33 años; digo viejos, no mayores, porque Molina seguirá estando entre nuestros mayores.
Atrapado en el provincialismo tegucigalpense, Molina fue nuestro primer flaneur. Por ello, es el primero que se plantea la posibilidad del mito urbano, es decir, con él comienza la tradición poética de inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra, así, a la mitología literaria universal, como tantas ciudades del mundo. Borges, dice Sarlo, le inventó mitos a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti, la Ciudad de México de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras notables. Al igual que Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros grandes mitos literarios, por lo que ha sido tema recurrente de muchos de nuestros poetas.
La poesía de Rebeca Becerra entra en esta mitología, y, como Molina, se pasea Sobre las mismas piedras (2002), título de su primer libro. Si bien Molina se sentía atrapado en Tegucigalpa y la aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la ciudad, la desafía “con algo de infierno en los ojos”, como dice en el mismo libro. Es sumamente revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus cuatro libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados: la ciudad, en Sobre las mismas piedras y en El principio y el fin; la tumba, en Las palabras del aire (2006); la casa y el cuerpo, en Esa voz que se consume. De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes en su poesía. Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta políticamente opresivo; esto último es patente en poemas sobre los efectos del terrorismo de Estado, tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más perecederas tradiciones. Sin embargo, como Funes, Becerra asume el “terrorífico insomnio” como un drama personal que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el mejor ejemplo sea Las palabras del aire, un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco frecuentes casos en que nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del libro-poema; como una Cinta de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades, el sueño y la vigilia; su gran lección quizá sea el que nos obligue a preguntarnos de qué lado están la vida y la muerte.
En estos cuatro libros, al confinamiento, físico u ontológico, se le opone la rebeldía liberadora del amor, el erotismo, los sueños y, claro, la poesía misma. La poeta sigue ocupando el centro del mundo, lo que explica ese tono grave y a veces sentencioso de casi toda su poesía. Sin embargo, uno de los elementos renovadores de la poesía de Becerra es la incorporación de lo que podría llamarse un surrealismo cotidiano que revela el lado luminoso de las pequeñas realidades de la vida: “Cortinas que caen derramando flores sobre el piso de granito” (“Apenas te escribo”, de Esa voz que se consume) o la presencia ubicua de la amenaza: “La mesa solitaria/devorando/los hombres/ las mujeres” (“Desafío”, de Sobre las mismas piedras). Las instancias en que estas imágenes luminosas y amenazantes se filtran en la poesía de Becerra son frecuentes, por lo que ya son parte esencial de su lenguaje; constituyen una presencia de doble filo: liberadora, porque trasciende los límites de la cotidianeidad, y opresiva, al revelar el lado absurdamente brutal del medio en que se vive.
Un elemento también frecuente en la poesía de Becerra, y compartido por los otros poetas aquí incluidos, es el movimiento constante dentro de los espacios confinados en que se vive y se hace poesía; esto no se limita a referencias al avanzar, girar, salir, entrar, irse, etc. Los espacios cerrados (ciudad, casa, tumba) imponen límites ontológicos que se quiere transgredir a través de una movilidad constantemente asediada; podría decirse que, en la poesía de Becerra, todo es irse sin dejar de estar en un aquí de contornos definidos. Quizá sea un retorno inevitable a esa relación conflictiva con la ciudad y el medio que nos viene del Modernismo; la invención de mitos puede ser una salida, una forma de romper esos “muros”, a los que alude el título de un libro de Roberto Sosa. Varios poetas hondureños se han planteado este dilema, y, de la ciudad, lo han transferido al país, como si se preguntaran, siguiendo a George Poulet, ¿qué tiempo es este lugar?
El movimiento dentro de espacios cerrados también es recurrente en la poesía de Salvador Madrid, el otro poeta de esta muestra. Tengo a mano dos de sus libros inéditos: Mientras la sombra y El resplandor de los ojos cerrados, títulos de por sí sugerentes, pues remiten a ese choque de realidades que se acechan constantemente. Se vive en medio de esa fisura que puede expandirse en el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge la poesía de Salvador Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante de la mayor parte de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la denuncia política, pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas, abiertos y dejados inconclusos por los modernistas. El siglo que media los agravó; los nuevos poetas los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar resolverlos, pues esa tarea no les corresponde.
Existe, sí, la conciencia de habitar un lugar que es un tiempo endurecido, mal hecho, imperfecto: “Insistimos en creer/que la perfección es intocable/y que para nosotros lo imperfecto/es el único destino” (“Sin quemar las naves”, de Mientras la sombra). Esta es, francamente, una admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico, pues habla de un país pesado de imperfecciones, ese “país asesinadísimo”, que decía Livio Ramírez. No es que se busque la apócrifa “tierra ideal”, como se dice en el mismo poema; estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar digno o con al menos cierta cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de pose o de militancia, pues también se reconocen los límites de la poesía; estos poetas han aprendido, y muy bien, la lección: primero hay que sobrevivir para después hacer poesía. Ésta es lo que se pasa en limpio, como hacíamos en los cuadernos de la escuela primaria, del caos. La poesía surge de esta relación conflictiva, por lo que se vuelve un punto de mira, ese panóptico ocupado por el poeta; esto, como he dicho, explica el hecho de que el joven poeta se vea en el centro: “el hombre joven sabe que la única ventana/a la que puede asomarse en su vida/es el agujero en el pecho del hombre viejo” (“Dialéctica”, de Mientras la sombra); también explica ese tono sentencioso que reaparece en Salvador Madrid.
Como en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la presencia constante de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata del mismo conflicto histórico que ahora les toca enfrentar a estos poetas. La respuesta es un discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el grave asunto de la sobrevivencia creativa y existencial; esto de ser “cronista de los despojos” (“Ordenanza del caído”, de Mientras la sombra), puede fácilmente convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como ocurre en la poesía de Salvador Madrid.
En la poesía de Salvador Madrid se está consciente de un lugar y un tiempo hechos para mirar atrás, pero sin caer en la traición o el espejismo de la nostalgia. Es lo que ocurre en El resplandor de los ojos cerrados; precisamente, la poesía es ese resplandor que descubre patios de la infancia, apegos y amores sin idealizarlos. Si bien existe una conciencia de la pérdida —vieja tradición poética—, es sólo como una forma de “recordar nuestras pertenencias” y afirmar “[el] ruido que lava a la piedra muerta hasta que resplandece”. Es aquí, me parece, donde la poesía de Salvador Madrid gana en madurez y se asienta a través de ese distanciamiento saludable tan necesario en la formación del poeta. A pesar de creer firmemente en el oficio, hay poemas que desacralizan la seriedad de la poesía; se hace poesía como se desayuna o se camina, es decir, como cualquier otra costumbre que evidencia nuestra mortalidad.
Como los de otros poetas incluidos en esta muestra, los de Salvador Madrid dialogan directamente con el mundo interior y con el mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible, lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no nos dan “la prueba del cielo”, pero sí de la existencia.


José Antonio Funes
Poeta, académico, diplomático y profesor de literatura. Doctor en Filología por la Universidad de Salamanca. Ha sido Vice-Ministro de Cultura y Director de la Biblioteca Nacional de Honduras. Actualmente ejerce como Agregado Cultural de la Embajada de Honduras en París y como Profesor de Literatura Hispanoamericana en la Université Catholique de l’Ouest (UCO), Angers, Francia. Ha publicado los libros de poesía: Modo de ser (1989); A quien Corresponda (1995) y Agua del tiempo (1999). Poemas suyos han sido publicados y traducidos al inglés, francés y portugués en diferentes revistas y antologías. Es Premio de Estudios Históricos Rey Juan Carlos I [2004] con la obra Froylán Turcios y el modernismo en Honduras (2005).

Bajo una verde sombra

Mira padre esos bananales
sombra de tu sombra asalariada
de tu vida vaciada en un silencio verde.

Míralos bien
ahora que tus años llegan sigilosos
y se instalan en ese dolor de espalda
ahora que tus sueños se escapan
como el agua dorada que persiguen los pájaros.

Padre
después de tantas luchas
y tantos soles manchados de sangre
no hay luz que cruce por tus ojos y no se doble
no hay tesoro que quepa
en la dignidad de tu sombrero.


Lecciones aún no olvidadas

Qué crueles éramos cuando niños.
Sordos al canto, ciegos a los colores,
amigos de la piedra y de la muerte,
matábamos pajarillos que apenas cabían en nuestras manos.

Qué injustos éramos cuando niños.
Nos burlábamos del loco del pueblo,
del loco que sonreía a las nubes y a los trenes
soñando quizá con volar, con viajar, con huir de esta miseria
tan impasible como la sombra de los almendros.

Qué bárbaros éramos cuando niños.
Jugábamos a la guerra, a sobrevivir en la selva
del que era más fuerte, del que golpeaba más, del que más humillaba.

Parecíamos adultos cuando niños: crueles, injustos y bárbaros.


Memoria en la Plaza de Anaya 

 

Si alguna vez amor, amor que el tiempo aleja y oscurece,

te sientes tentada por el olvido
recuerda aquel beso en la Plaza de Anaya,
allí donde el sol o la nieve eran iguales de hermosos,
allí donde las piedras, siempre jóvenes,
dicen adiós a los siglos y atesoran como una flor la memoria.

Y recuerda la cigüeña coronada por ese cielo que sólo existe en Salamanca,
la catedral vestida de oro por las tardes
y el campanario que  nos convocaba en aquella hora sin tiempo
cuando la vida era tan pequeña que cabía en un abrazo.


Marco Antonio Madrid
Egresado de la Carrera de Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Ha sido profesor de filosofía y letras. Ha publicado: La blanca hierba de la noche (2000) y La secreta voz de las aguas (2010). Sus poemas han aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras.

Junto al último sol

Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
Busco en ella quizá tan sólo
el fervor de un recuerdo.
El fruto que nos llama desde el fondo de las aguas.
La huella feliz que espera a lo lejos
el retorno de mi planta.
La luna colgada en los naranjos.
La soledad de aquellos patios.

Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
¡Y todo está aquí!
Felizmente impalpable.
Como el fuego que yace en la memoria.
Como el vuelo reposado de las aguas.
Como el tiempo que me sueña
junto a la palabra que desciende
y me nombra.
 

Más allá de las furias

En vano será el afán de buscar otros nombres.
De una vez para siempre es Orfeo quien canta.
Viene y se va.
Reiner Maria Rilke

Habrás llegado tú, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.

Habrás llegado a palpar las llagas del vencido.

En las frías alamedas, mi cabeza
es tan sólo la lejana contemplación de algún astro.

Me defiendo de la noche
tratando de esquivar la marea de esas hojas
que el viento arrastra hasta mis ojos;
el agua estallando en la osamenta del mundo
es tan frágil en mis huesos.
La lluvia cae, y mi mano
roza la piel de algún camino.
Nada soy entre infectadas amapolas,
sobre esta corriente humana
que se hunde en el tedio de la urbe.
Entre el asfalto y la vendimia,
sobre la crueldad del fiero mármol,
no escucharé, el dulce canto de la lira.

El fuego lunar de las Ménades ha gastado estos muros.
Devastados los imperios,
muero y sueño junto al rumor espeso de los siglos.
Muero en el sueño de esa boca núbil
que ardorosa remonta la corriente
y me llama y me sueña.

El amor une en ti mis pedazos, tierna Eurídice,
limpia ya de toda sombra.


Poema para bailar un trompo

Giraba el trompo ya sin ninguna broza.
En un haz de sombras y en un vértigo
de luz, giraba como un pequeño sol,
como un planeta o como la luna que nace
entre las hojas del espino.
Mas hacerlo girar era un arte difícilmente
aprendido. Una y otra vez atabas el cáñamo
a su cresta y una y otra vez lo lanzabas
a la tierra ya vencida, hasta hacerlo girar
como una seda y hacer tuyo el aire limpio,
la música y el olor de su madera.


Rebeca Becerra
Egresada de la Carrera de Letras de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Ha publicado: Sobre las mismas piedras (2002) y Las palabras del aire (2006).

Vi que te estabas yendo diminuto sobre el aire,
como un colibrí desesperado por las horas;
y poco a poco me dejabas inundada del secreto de tus alas,
convertidas en silencio las palabras de mi boca.

Vi que flotabas cada vez que reías,
tus dientes eran soles que explotaban.

Ya no quedaba fuerza que te atara;
todo era transparente, todo lo atravesabas
todo lo inundabas, todo lo contenías.

Naufragabas en el centro de las cosas,
te llenabas de agua, de fuego, de silencio, de tierra, de aromas;
—todo el mundo contenido en los cenotes de tus ojos—

Cuando te acostamos no cabías en la tierra
brotaban las raíces, el agua,
te salías por la sombras de las hojas,
en una flor de fuego silbaba tu lengua.

Un solo cuerpo
Desperté peregrina: Una ciudad entera que avanzaba entre las mareas de tus manos.
El tiempo era un cascabel que habitaba nuestros oídos, no teníamos miedo porque no existía el mundo, solo la luz del amanecer que se atrevió a probar, el sudor de nuestra piel.
Ahí estuvimos:
La noche había dejado una legión de hormigas que inventaron caminos y puentes hacia nuestra cena; al agua que atrapada sin sentido reposaba en medio de unos tallos.
Nunca nos sentimos dos: Fuimos una sola nota atrapada en tus labios, un solo paisaje que nacía de tus dedos, un solo verso que resbaló de mis ojos.
Nunca nada nos partió los besos, ni siquiera tu lengua que atravesó mi cuerpo.


Las viejas horas

Las viejas horas vuelven, abren mis palabras, encienden los caminos de la sangre, me enseñan tus huesos inundados de espanto.
Tegucigalpa apenas te percibo como un nido de colibrí sobre un árbol desnudo; una solitaria gota de agua que llevo enredada en los labios.
Las viejas horas me abrazan, me torturan como a ti, hermano; me extraen los ojos, las uñas y los dientes; me cortan la lengua, me sangran; me quiebran los huesos y me pintan el pelo del color del río de polvo que atraviesa tus ojos.
Pequeña tu voz me susurra en la espalda, y los pasos avanzan; la piel se me desgaja de los huesos.
Y somos iguales, hermano, los dos sentimos frío y nos buscamos en dos ciudades sobre la misma tierra.


Salvador Madrid
Poeta y gestor cultural, es licenciado en literatura por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ha publicado el libro Visión de las cenizas (2004) y la antología de poetas hondureños La hora siguiente (2005).  Fundador de Paíspoesible. Sus poemas han aparecido en revistas y antologías nacionales y extranjeras. Es editor del proyecto “Leer es fiesta”, proyecto de masificación de la lectura que ha publicado más de 85 mil libros de circulación gratuita y 480 mil cuadernillos de poesía y cuento en la edición de Diario El Heraldo de Honduras. Actualmente coordina el Festival Cultural Gracias Convoca. Escribe en Diario El Heraldo su sección «Viceversas » dedicada al arte y la literatura.

Otro es el destino

El polvo es el único astro
que se quedó junto a nosotros
a envenenar la cara y la cruz
de quienes soñaron las monedas.
El polvo que toca el laberinto de Dios
y los barcos que parten
a la profundidad de las glándulas.
El polvo de finísima nada mueve los dados,
esboza desde antes, la mueca del perdedor.

Y se limpian los tesoros, las cifras.
Se bruñe el cetro de un rey muerto
y se olvidan las uñas del hombre vivo.

El polvo no perdona nuestra ambición
de ser eternos como él.

Mi pensamiento roza el destello de la palabra,
lo único limpio en el vacío.
Y yo caigo creyendo cantar en su reino de nadie,
lejos, lejos aún del significado que me llama.


SOY ESE HOMBRE ante un campo de luciérnagas.

La vida no es un campo de luciérnagas. Quizá sea un puente de lloviznas alzado por los sabios que al intuir el mar desde el más profundo de los insomnios comprendieron que nuestro destino es soñarlo todo.

Yo he cruzado la antigua oscuridad que se amuralla en tus ojos cerrados.
He burlado a los guardianes de las antorchas y descalzo entre las rendijas del miedo y de los relatos sagrados, he llegado hasta un campo de luciérnagas.

La breve noción del lince en mi corazón se ha despertado para contemplar conmigo este gesto del tiempo y la naturaleza.

Sólo yo sé que a escondidas he salido esta noche.
¿Ha llovido?
La oscuridad tiene húmedo su lado más oculto y debo cruzar este campo de luciérnagas. Allí hay una puerta dispuesta a ser empujada, un cuerpo cuyos pies desenredan los secretos de las amapolas.


NO ES NECESARIO correr sobre la ceniza para recordar nuestras pertenencias.

Quien ve en el abandonado eco de la tarde una casa abandonada y nada más piensa en la pobreza y no en el corazón de los pájaros que migran, no sabe del ruido que lava a la piedra muerta hasta que resplandece; no entiende la canción de los instrumentos construidos para el abandono; ni el reclamo de la intemperie entre los retratos mutilados.

Sumergidos en los árboles transparentes permanecen los pueblos que ardieron como herida en la lejanía.

La dureza con que nos expulsaron de nuestras casas es la dureza que poseerán los esqueletos de nuestros herederos.

Sin ser una revelación, arde, más allá del día, esa fuerza que ni la soledad ha podido destejer con sus relojes podridos, sus espejismos y su servil olor a santidad.