En la Argentina de 1920, dos bandos literarios se enfrentaban
por su método y por sus ideas, instalados en dos antiguos barrios porteños:
Boedo y Florida. Los artistas del barrio pobre de Boedo eran proletarios y
progresistas; los de Florida, burgueses y conservadores. Por un hábito común,
lectores desprevenidos suelen filiar a Roberto Arlt al bando de Boedo, aunque
poco tuvo que ver con sus miembros. Quizá se deba a que Roberto Arlt se formó en
las calles: nacido en 1900 y muerto en 1942 de un ataque al corazón, hijo de una
italiana y de un prusiano autoritario, fue estibador, capataz de una fábrica de
ladrillos, pintor, mecánico, hojalatero, aspirante a inventor, periodista. El
credo de este autor marginal parece hermanarlo a los de Boedo; en su prólogo a
Los lanzallamas, segunda parte de Los siete locos, Arlt escribe:
“Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, cons tituye un lujo. No dispongo,
como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse
la vida escribiendo es penoso y rudo [...]. Se dice de mí que escribo mal. Es
posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente
que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus
familias“. Así, la quinta entrega de mimalapalabra incluye un
fragmento de Los siete locos. Para adentrarse en la literatura de este
argentino léase, por ejemplo: El diario deu n morfinómano, 1920; El
juguete rabioso, 1926; Los lanzallamas, 1931; El amor
brujo, 1932; Aguafuertes porteñas, 1933; El jorobadito,
1933; Aguafuertes españolas, 1936; El criador de gorilas,
1941.
Locos, criminales y visionarios
Los siete locos (1929), novela intempestiva, cruel, cínica y -asombrosamente- poética, transcurre en una Buenos Aires grotesca, invocada por la escritura entre amanerada y poderosa
de Arlt. Su protagonista: Augusto Remo Erdosain, oficinista que comete hurto y es engañado por su esposa. Esos dos incidentes lo incitan a vagar por las calles en busca de sus amigos, involucrados en un designio cósmico: promover un cataclismo revolucionario para depurar la sociedad. Para ello, el Astrólogo, creador de la ideología de esa sociedad de criminales, recurre al Rufián Melancólico, que administrará una red de trata de blancas para financiar su proyecto apocalíptico… Personajes desesperados, iluminados, místicos de arrabal, neuróticos y cínicos pueblan las páginas de este libro imprescindible para entender la novela urbana de Latinoamérica.
La rosa de cobre
Como otros personajes de Los siete locos, Augusto Erdosain tiene un plan. Sin embargo, su proyecto es menos terrenal que el de sus cofrades: no desea aniquilar a una parte de la humanidad con gases mortíferos ni fundar una red prostibularia para financiar una sociedad de superhombres. Su plan es simple e inútil: quiere confeccionar rosas de cobre. “Se toma una rosa”, le dice Erdosain al capitán que acaba quitándole a su mujer, “y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento galvanoplastia ( ...) la flor queda convertida en una rosa de cobre”.
Fragmento de Los siete locos
Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo, porque el macró hacía muchos años había querido suicidarse.
Fue aquél un asunto oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural, continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Continuó el Astrólogo:
-El Ku-Klux-Klan reunió millones...
Se desperezó el Rufián y contestó:
-Sí, y al Dragón... ¡ese sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador...
El Astrólogo se desentendió de la réplica:
-¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser millonarios, a los inventores fallados -no se dé por aludido, Erdosain-, a los cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle sin saber para qué lado mirar...
Erdosain recordó la misión que lo llevó a la casa del Astrólogo, y dijo:
-Tendría que hablar con usted...
-Un momentito... estoy en seguida con usted -y siguió-: El poder de esta sociedad no derivará de lo que los socios quieran dar, sino de lo que producirán los prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me refiero al tipo clásico de sociedad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y adepto tenga intereses, y recoja ganancias, porque sólo así es posible vincularlos más y más a los fines que sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial. Los prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revolucionaria, ingeniería militar, instalaciones industriales, de manera que estos asociados el día que salgan de la colonia puedan establecer en cualquier parte una rama de la sociedad... ¿Me entiende? La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios.
El reloj suspendido del muro dio cinco campanadas. Erdosain comprendió que no podía perder más tiempo, y exclamó:
-Perdone que lo interrumpa. He venido para un asunto grave. ¿Tiene usted seiscientos pesos?
El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de brazos:
-¿Qué es lo que le pasa a usted?
-Si mañana no repongo seiscientos pesos en la Azucarera, me pondrán preso.
Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain. Debía sufrir mucho para haber lanzado así su pedido. Erdosain continuó:
-Es preciso que usted me ayude. He defraudado en unos cuantos meses seiscientos pesos. Me denunciaron en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana, me pondrán preso.
-¿Y cómo es que usted robo ese dinero?...
-Así, despacio...
El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.
-¿Cómo ha ocurrido eso?
Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los comerciantes, al recibir la mercadería, firmaban un vale en el que reconocían deber el importe de lo adquirido. Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía cada fin de mes los vales que tenía que hacer efectivos durante los treinta días restantes. Los recibos que éstos decían no haber cobrado quedaban en su poder hasta que los comerciantes se resolvían a cancelar la deuda.
Y Erdosain continuó:
-Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que nunca controló los vales que nosotros decíamos no haber cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y malversada le dábamos entrada
en la plantilla de cobranza con el dinero que provenía de una cuenta que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?
Erdosain era el vértice de aquel triángulo que formaban los tres hombres sentados. El Rufián Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en cuando. Haffner sacudía la ceniza de su cigarrillo, y luego, con una ceja más levantada que la otra, continuaba examinando de pies a cabeza a Erdosain. Al fin terminó por hacerle esta extraña pregunta:
-¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?...
-No, ninguna...
-Y entonces, ¿cómo anda con los botines rotos?...
-Es que ganaba muy poco.
-Pero ¿y lo que robaba?
-Nunca se me ocurrió comprarme botines con esa plata.
Y era cierto. El placer que experimentó en un principio de disponer impunemente de lo que no le pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un día en él la inquietud que hace ver los cielos soleados como ennegrecidos de un hollín que sólo es visible para el alma que está triste. Cuando comprobó que debía cuatrocientos pesos, el sobresalto lo volcó hacia la locura. Entonces gastó el dinero en una forma estúpida, frenética. Compró golosinas, que nunca le apetecieron, almorzó cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en restaurantes donde el derecho de sentarse junto a personas bien vestidas es costosísimo, bebió licores caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad, y sin embargo carecía de las cosas más necesarias para el mediocre vivir, como ropa interior, zapatos, corbatas... Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos que le servían cuantiosas propinas, todo ello para acabar con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.
-¿De modo que no se le ocurrió comprar botines? -insistió Haffner.
-Realmente, ahora que usted me lo hace observar, me parece curioso a mí también, pero la verdad es que nunca pensé que con plata robada se pudiera comprar esas cosas.
-Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?
-Doscientos pesos le di a una familia amiga, los Espila, para comprar un acumulador e instalar un pequeño laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa de cobre, que es...
-La conozco ya...
-Sí, ya le hablé de eso -repuso el Astrólogo [...].