martes, 26 de febrero de 2013

Sobre el "caso Carrasco"

Jesús Carrasco y su novela Intemperie.
Recojo lo que encuentro en el blog Moleskine Literario acerca de lo dicho por el crítico Ignacio Echevarría sobre Intemperie, la primera novela de un autor español, Jesús Carrasco, de quien todo el mundo, por allá, está hablando últimamente. Sirve el caso para ilustrar un poco la manera en que funciona el marketing literario en estos tiempos de Coelhos, crepúsculos y sombras de Greys...

La explicación del fenómeno se encuentra en el celo con que Elena Ramírez, la editora de Seix Barral, ha promovido la novela. Persuadida de su valía, no ha escatimado recursos a la hora de solicitar a periodistas, críticos y agentes culturales de toda laya su atención para un libro que ella misma es la primera en elogiar apasionadamente: “es uno de esos libros que te cambian al leerlos”, ha dicho. Entre los argumentos esgrimidos por Ramírez para convencer a unos y otros de la valía de la novela, se cuenta el dato de que, antes de su publicación, haya sido vendida a nada menos que a trece editoriales extranjeras. (Un dato que dice bastante, por cierto, del tipo de expectativa que se sigue teniendo fuera de España sobre la literatura que aquí se escribe). El libro se presenta envuelto por las declaraciones que algunos de sus próximos editores han hecho sobre la novela, emitidas todas -cómo no- con esa fraseología publicitaria tan característica de los textos de solapa.
El “caso” Carrasco da pie a algunas consideraciones. En primer lugar, sirve para observar la obediencia con que los agentes culturales reaccionan a las consignas de los editores, con tanta mayor presteza en cuanto se olfatean “fenómenos” de recepción. Es cierto que Elena Ramírez ha jugado fuerte sus propias bazas, y que lo ha hecho con talento y convicción. Pero el espectáculo de todo un sistema literario respondiendo de inmediato, al unísono y en todos sus escalafones (blogosfera incluida) al reclamo de un editor no deja de resultar curioso y algo mosqueante. Sobre todo si se piensa en el trabajo de otros muchos editores que perseveran mucho más sordamente en la esforzada y a menudo desatendida tarea de dar a conocer talentos emergentes, de promover libros que poseen a veces tantos méritos como el de Carrasco, y en algunos casos bastante mayor novedad.
(…)
Hay razones sobradas para saludar Intemperie como un debut prometedor. Las hay también para celebrar su vigor estilístico, lastrado, como no ha dejado de señalar alguno, por un formalismo excesivo y algo autocomplaciente. Pero se ha hablado insistentemente de austeridad, cuando yo percibo más bien lo contrario: una especie de bulimia hiperrealista (con cierta tendencia al gore) que, para desplegar toda su panoplia léxica, abusa hasta la exasperación de minuciosas secuencias descriptivas, con las que se dilata una historia que daba más bien para un cuento, y que abunda en no pocos clichés.
El revuelo armado por Elena Ramírez con Carrasco recuerda al que armó Beatriz de Moura, hace más de veinte años, con Luis Landero y su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989). No parece improbable que aquella historia se repita.

Por mucho que se consienta y hasta se aplauda que se vaya de vez en cuando de picos pardos, de la narrativa española no hay nada que se celebre más a gusto que los reencuentros con la que se entiende que es su propia tradición: realismo, preciosismo estilístico y ética de los sentimientos. 

viernes, 22 de febrero de 2013

Lecturas abandonadas


Fuente: paperblog.com.

Recuerdo que durante mis primeros años como lector yo no empezaba a leer un libro sin la promesa de llegar hasta el final; es decir, de leerlo hasta la última página. Era una especie de ética autoimpuesta que me permitía mantener, aunque fuese sólo ante mí mismo, mi dignidad como lector.
¿Qué me obligaba a llegar hasta el final de cada libro que decidía empezar a leer?, me pregunto ahora, y puede que esa haya sido la pregunta implícita en aquel primer momento de mi particular historia como lector en el que decidí que no tenía que seguir leyendo el libro que sostenía entre mis manos, un libro que ahora, quince años después, considero de lo mejor que he leído en toda mi vida.
El libro en cuestión es, probablemente, el más famoso del mundo, después de la Biblia: Don Quijote de La Mancha, y yo abandoné su lectura ahí por la página 50 un día de 1998. Se trataba de una vieja edición de bolsillo, de letra microscópica y márgenes apretados, que saqué de la biblioteca de la UNAH-VS.
Pensé en ese momento (y sigo pensándolo ahora) que el abandono de esa lectura se debió a que no soporto leer buenos libros (ya no digamos los malos) en malas ediciones. Tantas expectativas me había creado acerca de esa novela que no me parecía justo tener que luchar contra esa letra mínima y esos márgenes estrechos cuando de lo que se trataba únicamente era de dejarse llevar por la historia contenida en el libro sin distracciones de ningún tipo.
Retomaría la lectura de esa novela, en una edición con innumerables notas a pie de página de Martín de Riquer, mucho más legible que la anterior, cuatro años después, el 2002. Devoré la primera parte durante el feriado de Semana Santa y dejé la segunda para las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Pude al fin comprobar que el Quijote sí era ese grandioso libro del que todos, aún sin haberlo leído, hablaban.
Otro libro abandonado tras un par de intentos fue el Ulises, de James Joyce. Antes de leerlo completo, por fin, en 2006, quise hacerlo dos veces, en 1998 y 1999, cuando tenía 18 y 19 años. En las tres ocasiones me perdí constantemente entre las vicisitudes y los diálogos de los personajes; la diferencia es que en la última de ellas, adquirida cierta madurez como lector, sí estuve dispuesto a llegar hasta el final: ese asombroso monólogo de Molly Bloom que prescinde impunemente de signos de puntuación.
Existen diversas razones para que uno decida dejar un libro sin haber terminado de leerlo pero estoy seguro de que la mayoría de las veces tienen que ver con la ausencia de esa conexión emocional que se supone uno debería establecer con el libro desde el primer momento.
Con el tiempo aprendí a despojarme de aquella ética absurda que me impedía aplazar una lectura, o abandonarla por completo, si no me satisfacía plenamente. Aprendí también que cada libro tiene su momento en la vida de los lectores y que si lo abandonamos a los 18 años no significa necesariamente que lo hemos abandonado para siempre; otro momento vendrá y quizá entonces nuestras respectivas frecuencias sí se encuentren. Mientras tanto, hay que leer sólo si hay placer en la lectura y hay que dejar un libro a un lado sin remordimientos cuando haya que dejarlo.

sábado, 16 de febrero de 2013

¿País de novela sin novelistas?


No sé dónde, ni de quién, escuché por primera vez eso de que Honduras es un país de novela sin novelistas. Si bien es cierto la producción de novelas en nuestro país es muy baja (del 2012 no recuerdo ninguna, por ejemplo), algunos títulos están ya en nuestra historia literaria para negar la validez de la frase.
Pero lejos de ponernos a repasar la lista de las novelas que podrían constituir un posible canon de la novela nacional, detengámonos un momento a pensar en lo que sugiere exactamente la frase en cuestión. En primer lugar, que Honduras es terreno fértil para la creación de ficciones. En segundo lugar, que los escritores de este país desaprovechamos esa afortunada circunstancia.
¿Qué hace que Honduras sea un lugar propicio para la ficción? Quizá el hecho de que la realidad sea tan abrumadora, tan abundante en particularidades que la hacen materia maleable a la hora de trasladarla a una pantalla de computadora o a una hoja de papel. Pobreza, hambre, injusticia, desigualdad social, fanatismo político y religioso, inseguridad, violencia y muerte, todo en un cóctel que tragamos a diario y que, según el tópico citado al principio, los escritores hondureños dejamos pasar como si nada.
Es muy fácil comparar y decir, por ejemplo, que qué enorme diferencia la que existe entre Honduras y cualquier otro país en materia literaria. Es fácil preguntarse cuántas novelas han surgido luego del Golpe de Estado de 2009 (para citar sólo el más reciente de nuestros acontecimientos históricos más importantes), y responderse inmediatamente que ninguna. Sin embargo, las razones existen para explicar esta situación. La principal quizá sería el hecho de que a cualquier escritor hondureño (o centroamericano o de cualquier otro país subdesarrollado) le resulta extremadamente difícil, sobre todo por las necesidades económicas, dedicarle el tiempo necesario a sus inquietudes literarias y en la mayoría de las veces las circunstancias de su vida lo obligan a relegar a un segundo plano su vocación artística.
No se trata de buscar justificaciones para explicar la escasez de novelas en un país tan propicio para la escritura de novelas, porque, al fin y al cabo, no todas las novelas, hondureñas o extranjeras, desconocidas o famosas, fueron escritas en las mejores condiciones para el novelista; tenemos el caso, por ejemplo, de Günter Grass, que escribió El tambor de hojalata durante un invierno terrible en una buhardilla parisina, sin calefacción y aquejado por problemas económicos.
La verdad es que un escritor –un novelista, en este caso- no debe prestar demasiada atención a sus condiciones de vida para decidirse a escribir una nueva novela; deberá lidiar, en cambio, con las circunstancias y buscar acomodar, de alguna manera, su vocación y su ímpetu a esas circunstancias.
Está claro que, si de “circunstancias” hablamos, Honduras está lleno de ellas; y precisamente por eso es que se le puede considerar terreno propicio para la escritura de ficciones. Quizá si los escritores hondureños asumiéramos de una vez por todas las desventajas que nuestro tiempo y nuestro espacio nos imponen podría empezar a surgir entre nosotros una nueva narrativa, una narrativa despojada, finalmente, de complejos e insertada en las nuevas corrientes de la novelística mundial. 

viernes, 15 de febrero de 2013

Antología de Spoon River


Una nota de Luis Fernando Afanador en semana.com sobre un libro que hay que empezar a buscar...
Antología de Spoon River (edición completa)
Edgar Lee Masters
Bartleby Editores, 2012
375 páginas
A casi 100 años de su publicación, Antología de Spoon River sigue siendo un libro actual. Es poesía, pero parece cine, crónica, novela. Fue escandaloso cuando apareció en 1915 y todavía en 2013 resulta inquietante por su frescura y su modernidad. Aunque en Estados Unidos llegó a ser un best-seller, en el ámbito español ha permanecido como un libro de culto, un santo y seña de grandes escritores: Juan Rulfo siempre reconoció la gran influencia de esta obra a la hora de escribir Pedro Páramo
Qué libro extraordinario. Desde sus tumbas, en el cementerio de Spoon River, situado en una colina, 243 muertos escriben su epitafio. 243 voces de ultratumba que no nos hablan del otro mundo sino de este, terrenal e injusto. Los epitafios, en realidad son ajustes de cuentas en los que los muertos dicen las verdades que no se atrevieron a decir en vida. Cada epitafio —cada monólogo— lleva por título el nombre y apellido (o el apodo) del muerto. Voces únicas, voces íntimas y sinceras. Voces disímiles, de todas las calañas y de todos los estratos sociales: banqueros, líderes políticos y religiosos, poetas, empleados, campesinos, prostitutas, ladrones, asesinos, borrachos, locos, estafadores, viudas, adúlteros y castos. En su conjunto, las voces van componiendo una novela, no solo por la evidente polifonía sino por las tramas y subtramas que se van formando: un muerto le contesta a otro, lo contradice o lo pone al descubierto. “¿Os habéis fijado en un hombre mustio y cabizbajo /que deambula por el pueblo / Es mi marido, que con secreta crueldad, /nunca confesada, me robó juventud y belleza”. Poco a poco nos iremos enterando de la quiebra del banco, de la disputa entre los liberales y los partidarios de la ley y el orden. Surge un pequeño mundo de rivalidades, pasiones truncas y ambiciones. Un pueblo del Medio Oeste norteamericano que podría ser cualquier ciudad, que podría ser el vasto mundo. 
La influencia novelística de Antología de Spoon River (“la novela es polifonía”, decía Bajtin) se percibe en el mencionado Rulfo (quien además, como Edgar Lee Masters, buscaba los nombres de sus personajes en las lápidas de los cementerios), en William Faulkner y, de rebote, en Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti. Al igual que Yoknapatawpha, Macondo y Santa María, Spoon River es un lugar imaginario, trasunto de lugares reales: Petesburg y Lewinstown, al sudeste de Chicago, donde transcurrió la infancia de Lee Masters. También ha influido en libros de cuentos como Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson y Vidas cruzadas, de Raymond Carver. Jaime Priede, el traductor de esta nueva versión completa nos hace caer en cuenta que la obra empieza con un plano general de ‘la colina’ donde se encuentra el cementerio: “¿Dónde están tío Isaac y tía Emily, / el viejo Towny Kincaid y Sevigne Houghton, / y Walker, el alcalde, que trató / a los verdaderos hombres de la revolución? / ‘Duermen, están durmiendo todos en la colina”’. Del plano general se hace un travelling de primeros planos que se resuelven en forma de flash-back: los epitafios, la particularidad de cada personaje y su historia de vida, en sí misma una pequeña crónica: “Yo fui el primer fruto de la batalla de Missionary Ridge. / Cuando sentí la bala entrar en mi corazón / deseaba haberme quedado en casa y haber ido a la cárcel / por robarle los cerdos a Curl Trenary, /en vez de escaparme y alistarme en el Ejército. / Mil veces mejor la cárcel del condado / que yacer bajo esta figura de mármol con alas / y este pedestal de granito / que soporta las palabras Pro Patria. / Por cierto, ¿qué querrá decir?".
La sátira, la ironía y la parodia abundan. Sin embargo, nunca se pierde cierto halo de compasión hacia estos muertos y por eso logran conmovernos con su sabiduría póstuma y su nostalgia de la vida: “Todo está olvidado, salvo por nosotros, los recuerdos, / que hemos sido olvidados por el mundo”.

martes, 5 de febrero de 2013

El corneta, 30 años después



Me dio gusto encontrarme, a finales del año recién pasado, mientras examinaba sin demasiada esperanza las mesas y los estantes de una librería de la ciudad, un ejemplar de El corneta, la primera novela de Roberto Castillo, editada por Alfaguara.
Había leído esa novela breve en mis años de colegio, cuando a un profesor de Español (que no era el mío) se le ocurrió ponerlo como lectura obligatoria a sus alumnos, alguno de los cuales (un güevón irremediable amigo mío) acabó prestándomela, en una versión fotocopiada y borrosa, para que yo la leyera y le informara luego acerca de “sus aspectos más importantes”.
La novelita me gustó, lo recuerdo bien, sobre todo porque me permitió compararla con las tediosas Blanca Olmedo y Angelina, las otras dos lecturas obligatorias en el colegio, y deducir que no toda la literatura hondureña era romántica, lacrimógena o aburrida. Así, más o menos, se lo dije, de entrada, a mi amigo, antes de resumirle el argumento, que era lo único que a él le interesaba para afectos de obtener una buena calificación en el control de lectura que le aplicaría el profesor, lo que finalmente logró, sin necesidad de haber leído la novela. Imagínese usted.
La vida de Tivo, el personaje principal del texto, podría considerarse la representación más fiel de la vida de la mayoría de los hondureños, quienes afrontan, muchas veces sin entender demasiado las circunstancias de su pobreza y de su exclusión, el reto de sobrevivir en una sociedad llena de desigualdad e injusticia. Quizá sea ésta la razón por la que haya encontrado tantos lectores con el paso de los años, desde su primera edición en 1982.
Nunca pude conseguir para mi biblioteca un ejemplar de El corneta, de modo que a mi colección de libros de Roberto Castillo era el único que le faltaba, hasta ese día de finales del año pasado que lo vi en la mesa de novedades de una librería, y para mayor sorpresa, en una elegante edición de Alfaguara.
De Roberto Castillo guardo gratos recuerdos, no sólo derivados de la lectura de sus libros sino también de la feliz circunstancia de haber intercambiado, en los meses previos a su temprana muerte, algunos correos electrónicos. En uno de ellos me anunció un día que me había enviado a España (en donde entonces yo vivía) su último libro de ensayos, Del siglo que se fue, en agradecimiento, decía, a una reseña que yo había escrito sobre su novela La guerra mortal de los sentidos, la mejor novela hondureña que he leído hasta ahora.
Como seguramente sabrán los lectores de su obra, Castillo falleció en enero de 2008 a la edad de 57 años, dejando, según se dice, una gran cantidad de textos inéditos que, al parecer, sus herederos tienen la intención de publicar. Han pasado cinco años desde su muerte y ninguno de esos textos inéditos ha visto la luz, apenas esa nueva edición de El corneta en Alfaguara que, aunque de manera póstuma, le hace algo de justicia a ese grandísimo narrador hondureño.
Mereció mejor suerte Castillo como escritor. Su obra narrativa debió haber salido de nuestras fronteras hace mucho tiempo, en español o traducida a otras lenguas, pero no es sino hasta ahora que esa posibilidad se vislumbra en el horizonte, pero es importante reafirmar que Castillo es uno de nuestros escritores emblemáticos y que obras como El corneta o La guerra mortal de los sentidos constituyen una parte invaluable del legado que ha dejado a las nuevas generaciones, sin que éstas, aparentemente, se hayan enterado todavía.