Una mirada terrenalPaul Bowles nació el 3 de diciembre de 1910 en Nueva York y falleció el 18 de noviembre de 1999 en Tánger, Marruecos. Fue poeta y compositor: sus poemas de juventud aparecieron en la revista Transition; creó tres obras orquestales y seis de cámara, decenas de pequeñas piezas para uno o dos pianos y doce partituras de películas. Escribió la música de Doctor Fausto, obra teatral montada por Orson Welles. El cielo protector (1949), se convirtió en un éxito de ventas y fue llevada al cine en 1991 por el director italiano Bernardo Bertolucci. En este cuarto número de mimalapalabra reproducimos parte del capítulo 13 de esa novela: un inesperado interludio de paz y concordia entre Kit y Port. Esta pareja se traslada a Tánger, pero su viaje no parece obedecer a los propósitos usuales de todo turista. Al parecer, el matrimonio de los Moresby no tiene futuro e ir de un sitio a otro es una especie de sustituto de la felicidad o una forma apenas eficaz de eludir el vacío.
Pedalearon lentamente por la larga calle en dirección de la grieta que se abría en la baja cadena montañosa, al sur de la ciudad. Donde terminaban las casas empezaba la llanura, a cada lado, como un mar de piedras. El aire era frío, el viento seco del atardecer soplaba en contra. La bicicleta de Port chirriaba un poco. Iban callados, Kit un poco más adelante. Atrás, a la distancia, alguien tocaba el clarín, una firme, brillante lámina de sonido en el aire. Aun en ese momento, a una media hora del ocaso, el sol ardía. Llegaron a una aldea, la atravesaron. Los perros ladraban frenéticamente, las mujeres se apartaban, tapándose la boca. Sólo los niños se quedaron donde estaban, paralizados de sorpresa. Después de la aldea, el camino empezaba a subir. Notaban la pendiente en el pedaleo: a la vista, el terreno parecía llano. Kit se cansó en seguida. Se detuvieron, miraron hacia atrás la llanura aparentemente chata hasta Boussif, muestrario de bloques marrones al pie de las montañas. La brisa soplaba con más fuerza.
—Jamás habrás respirado aire tan fresco —dijo Port.
—Es maravilloso —dijo Kit. Estaba pensativa, de buen talante, y no tenía ganas de hablar.
—¿Tratamos de cruzar el paso por allá?
—Dentro de un minuto. El tiempo de recobrar el aliento.
En seguida reanudaron el camino, pedaleando enérgicamente, los ojos puestos en la fisura que tenían delante. A medida que se acercaban, el desierto interminable era interrumpido de vez en cuando por agudas crestas rocosas que surgían en la superficie como espinazos de enormes peces que avanzaran todos en la misma dirección. El camino había sido abierto con dinamita en lo alto de la cadena y las piedras habían rodado a ambos lados de la grieta.
Dejaron las bicicletas a la vera del camino y comenzaron a trepar entre las enormes rocas. El sol desaparecía detrás del horizonte chato; el aire se había impregnado de rojo. Al dar la vuelta a una roca se encontraron de manos a boca con un hombre profundamente concentrado en la tarea de afeitarse el pubis con un largo cuchillo puntiagudo: tenía el albornoz recogido hasta el cuello, de modo que de los hombros para abajo estaba totalmente desnudo. Alzó los ojos, los miró pasar con indiferencia. Inmediatamente, volvió a agachar la cabeza para proseguir la cuidadosa operación.
Kit tomó la mano de Port. Treparon en silencio, felices de estar juntos.
—La puesta del sol es una hora tan triste —dijo ella de pronto.
—Cuando considero el final de un día, de cualquier día, siempre tengo la impresión de que es el final de toda una época. ¡Y el otoño! Podría ser el final de todo —dijo Port—. Por eso detesto los países fríos y me gustan los cálidos, donde no hay invierno, y cuando llega la noche sientes que la vida comienza en lugar de terminar. ¿No te parece?
—Sí. Pero no estoy segura de preferir los países cálidos. No sé. No estoy segura de que no sea un error escapar a la noche y al invierno y de que si lo haces no tengas que pagarlo de alguna manera.
—¡Oh, Kit! Estás loca.
La ayudó a subir a un montículo bajo. El desierto se extendía a sus pies, mucho más abajo que la llanura de donde acababan de subir.
No contestó. La entristecía comprobar que, a pesar de tener tan a menudo las mismas reacciones, las mismas sensaciones, nunca llegaban a las mismas conclusiones, porque sus respectivas metas en la vida eran casi diametralmente opuestas. Se sentaron en las rocas, uno junto al otro, frente a la inmensidad. Kit enlazó su brazo al de Port y apoyó la cabeza en su hombro. Él miraba hacia adelante; después suspiró y, finalmente, sacudió lentamente la cabeza. Lugares como éstos, momentos como éste eran lo que Port más amaba en la vida; Kit lo sabía y sabía también que los amaba más si ella estaba presente para compartirlos. Y aunque tenía conciencia de que los verdaderos silencios y los espacios vacíos que conmovían el alma de Port la aterraban, él no podía soportar que se lo recordaran. Era como si en él hubiera la esperanza siempre renovada de que sería sensible como él a la soledad y la cercanía de las cosas infinitas. Se lo había dicho muchas veces: «Es tu única esperanza», y Kit nunca estaba segura de lo que quería decir. A veces pensaba que Port se refería a su propia esperanza, que únicamente si ella era capaz de llegar a ser como era él, él encontraría el camino de vuelta al amor, porque para Port amar significaba amarla a ella, a nadie más que a ella. ¡Y hacía tanto tiempo ya que había desaparecido el amor, toda posibilidad de amor! Pero, a pesar de estar dispuesta a llegar a ser lo que él quisiera, había algo que Kit no podía cambiar: el terror estaba siempre dentro de ella, dispuesto a asumir el mando. Era inútil pretender lo contrario. Y así como ella era incapaz de sacudirse el miedo de encima, él era incapaz de romper la jaula que había construido mucho tiempo atrás para salvarse del amor.
Kit le pellizcó el brazo:
—¡Mira! —susurró. A unos pocos pasos, en lo alto de una roca, tan inmóvil que no lo habían advertido, estaba sentado un árabe venerable, las piernas encogidas debajo del cuerpo, los ojos cerrados. Al principio, a pesar de su postura erguida, les pareció que dormía, pues no daba muestras de percibir la presencia de ellos. Pero después vieron que movía imperceptiblemente los labios y comprendieron que estaba rezando.
Su bibliografía El cielo protector, 1949; Déjala que caiga, 1952; La casa de la araña, 1955; Cabezas verdes, manos azules, 1963; El Diario de Tánger 1987-1989, 1991; Por encima del mundo, 1966; Delicada presa, 1950; El tiempo de la amistad, 1967; Relatos completos de Paul Bowles, 1979; Días y viajes, 1993; Muy lejos de casa, 1991; En contacto, 1994.