Rota la malla, como cuando “Majoncho” Sosa metió aquel gol desde su propia cancha.
Interrumpimos nuestra huelga para ofrecerles este texto que el dramaturgo nacional Rafael Murillo Selva publicó en 1979 en un diario nacional. El tema aquí es el fútbol, pero visto desde la óptica de los "cipotes de barrio" de finales de los 70`s, cuando este deporte no era sólo eso, un deporte, sino todo un entramado de historias y leyendas que bien podrían considerarse ahora parte de eso que suele llamarse "nuestra identidad nacional".
Recuerdo cuando Joyo Chele nos tomaba de la mano para hacernos entrar
gratis al partido. En la puerta, los silenciosos ojos del vigilante agarraban
esa expresión tan particular en el hondureño cuando se enfrenta al hecho
irremediable: “¡qué se le va hacer!”, ¡era Joyo Chele! La mayoría de los niños
venidos de los barrios legendarios de Sipile y la Chivera se oponían a que el
intruso de Tegucigalpa se colara a la pandilla que giraba alrededor del ídolo.
La bondadosa autoridad de Joyo Chele disipaba, sin embargo, cualquier intento
de batalla.
Era un jugador para quien la vida y la pelota eran una misma cosa. Él
hubiese querido, por ejemplo, que todo el mundo entrara gratis al estadio.
Después del partido, a la salida, la bandada
de “cipotes” lo esperábamos y nos íbamos con él acompañándolo hasta la
puerta del estanco. En la puerta, con calidez de patriarca nos despedía y
mandaba para casa.
No hablaba mucho. Las palabras le salían entre dientes con esfuerzo pero
certeras y precisas como sus goles. Generoso en la cancha, era él quien
repartía, insuflaba y organizaba, cruzando sus famosos pases rasantes y
empujando el esférico con la precisión de un matemático. Era él, también, quien
de pronto, mirando claro en la maraña, alzaba su cabeza inesperada y lanzaba la
pelota que como bólido salía disparada hacia el marco contrario. Eran los goles
milagrosos con los que “Joyo Chele” hacía ganar a su Motagua. Y todo como que
si nada. En esa época los periódicos no se ocupaban mucho del asunto, porque
además de ser un negocio de barriadas, con el deporte no aumentaban las ventas
del tiraje; no había además, televisión, y los políticos, para ganar las
elecciones, no tenían necesidad de hacerse pasar por deportistas. Por ese entonces
los disfraces eran otros.
En las esquinas, las noticias corrían engarzadas de boca en boca; en
las calles, las gentes se juntaban a narrar las hazañas de los héroes nacidos
en el vientre del pueblo. Recuerdo haber oído con enorme emoción los relatos
sobre el legendario “Vinagre” y el épico encuentro en el que el Motagua dio
cuenta del terrible “Orión” de Costa Rica.
Se hablaba de don Lurio Martínez, negro infatigable, con brasas en el
cuerpo, quien tenía el don de animar, acalorar y poner a discutir cuanto
tocaba. Su insaciable apetito deportivo servía de tema para anécdotas malignas
pero cariñosas. También, de los tres goles olímpicos en un solo partido de ese
otro negro prístino llamado Zacarías Arzú y de las piernas cornetas del
cañonero “Pando” Galindo, de quien se decía que un chancho mojado le podía
pasar entre las piernas sin pringarlo. Todos quedábamos dundos y se nos hacía
agua la boca cuando se hablaba de las tenazas de Garbut, quien surgía volando y
paraba los penalties agarrando la pelota con una sola mano; o de aquella patada
brutal de “Majoncho” Sosa, lanzada desde su propio campo defensivo con tal
furia que la pelota deshizo la malla del marco contrario. Pero lo que más nos
deslumbraba era aquella genial jugada de “Joyo Chele”, quien corriendo y
cabeceando al mismo tiempo, había atravesado todo el campo sin que nadie
pudiera quitarle la pelota y al final, engañando al portero, de taquito,
anotaba el gol más limpio y perfecto de la historia.
En la noche, quedamente y a la sombra del palúdico foco de la esquina,
se hacían comentarios sobre el endiablado pañuelo que el “Choco Vigil” usaba en
la cabeza. Se decía que en el momento de las grandes trifulcas se lo quitaba,
lo pasaba por los ojos del contrario para encandilarlo y entonces, entraba con
una gran carcajadota a meter el gol de gane. Lo que se decía era tan cierto y
la convicción tan profunda que las sobadoras del barrio no daban abasto con las
hojas de “platanillo” y el mentol para curar tanta zafadura en los huesos y
tendones de los cipotes que querían hacer como sus héroes.
Otros comentarios más garrudos nos hacían entrar en acción. Tragábamos
gordo cuando se nos contaban que uno de los adversarios había dejado quebrados
en el campo a tres de los nuestros y que en otra ocasión fueron tantos los
carnudos repartidos y hubo tanto triturado, que la furia descendió de los
barrios y las pandillas pelearon a muerte durante una semana. Por esa época, se
decía también, con estupor y miedo, muchos “agentes del orden” amanecían
ensartados con puñal en los postes de luz del barrio La Chivera.
Y que el asunto es muy serio. Cuando se trata de fútbol los
aficionados no conocen los límites del sacrificio. Yo conocí los del barrio
Concepción de Comayagüela, cuando en su seno se formó el equipo Tecamiche, al
que luego le darían el nombre de “Gimnástico” y que contaba con el gran “Picho
Pacho” Rodríguez como centrodelantero. Recuerdo a don Arturo Lagos cediendo la
tercera parte de su sueldo; a la mamá de los Pino haciendo camisetas para los
jugadores y a la señora Garay preparando la horchata para después del partido,
y a mucha gente del barrio, obreros y artesanos, contribuyendo, cada quien a su
manera, en la marca del campo para el juego del domingo y en la compra de tacos
para los jugadores del equipo.
Las rodilleras, medias y tobilleras, me acuerdo muy bien, se vendían
muy caras en las tiendas. Los comerciantes juraban que les era imposible
regalar el más mínimo centavo, pero que nos felicitaban, que muy bien
muchachos… que es más sano jugar que beber, pero por diosito que no podían
rebajar. Quizás el próximo año, para la pascua, mientras, que fuéramos donde el
Gobierno, que él ya había dado para la campaña del futuro diputado... que
votáramos por él y que ya veríamos, si ganaba, habría tacos, camisetas y hasta
tobilleras para todo el mundo. Ante tan poderosas razones a los del Tecamiche
no les quedaba más remedio que cargar con toneladas de pañuelos y hasta pedazos
de costal para aguantar los carnudos desatados por el equipo “Nueva Era”.
Así eran las cosas en aquel entonces, tan llenas de remiendos que
parecían abandonadas hasta por las mismísimas manos del señor. Al grado tal que
hubo algunos que aseguraron (con gran rigor) que el futuro deportivo del país
no se encontraba definitivamente en las patadas. Con todo, no fue así. A pesar
de los funestos vaticinios, de la tierra olvidada de los barrios, de su
silencio terco, fueron saliendo fuerzas que vencieron resistencias y brotaron
de su seno, cada vez más: canchas, jugadores, árbitros, masajistas, reinas y
mascotas, hasta que al fin, aquí y allá, el fútbol se propagó como una
llamarada y terminó por incrustarse en los cuatro costados del país.
Desde ese entonces, ciertos hechos extraños, pequeños primero, gruesos
y contundentes después, empezaron a notarse en los pasillos. Muchos
distinguidos personajes, por ejemplo, que poco tiempo atrás se constreñían
frente al deporte plebeyo, ahora le guiñaban el ojo y le sonreían con gran
coquetería. Algunos llegaron a asegurar (también en gran rigor) que además de
ser un juego para machos, el fútbol cumplía una función social, por lo que
convendría ayudarlo y además honrarlo con decreto por haberse convertido en el
“deporte de las multitudes”. Los comerciantes, por su lado, argumentando que
del dicho al hecho no debe existir trecho, regalaban tobilleras a montones y
asumían con grandes riesgos la dirección de los equipos. De allí para allá todo
fue diferente: una carrera de cambios se precipitó con tal velocidad y frenesí
que hasta el sol de hoy muchas gentes ingenuas de los barrios no han podido
todavía cerrar la boca del asombro. Y es que el progreso había tocado con su
varita mágica al fútbol y cuando el progreso llega se ve cada cosa que es para
no creer. La horchata de la señora Garay fue cambiada de un tajo por una bebida
menos rala, más completa e importada que además de mucha vida le inyectaba al
jugador una chispa endemoniada; la tercera parte del sueldo del señor Lagos
pasó a ser una pobre bagatela puesto que hasta los mismísimos jefes
disputábanse el título de benefactores del deporte de las multitudes y hasta se
dieron Golpes de Estado (incruentos, eso sí) para apoyar públicamente desde la
silla presidencial al deporte en general, aunque, en lo particular (y en
secreto, por supuesto), cada jefe mostraba cariñosa preferencia por el equipo
que movía las fibras internas de su corazón presidencial.
Las canchas ya no fueron construidas con las palas, picos y piochas de
las cuadrillas del barrio; ya que grandes maquinarias realizaban patrióticos
esfuerzos para construir estadios de cemento y concreto con grandes desembolsos
para los patrióticos bolsillos de los ingenieros. También los bolsillos de los
fanáticos se descosían y muchas veces sacrificaban la leche de sus niños para
comprar la codiciada entrada para el fabuloso estadio. Se diseñaron palcos
especiales, sillas acolchonadas y hasta blanquísimos inodoros para que en ellos
se sentaran los que tanto esfuerzo estaban ayudando a sacar el fútbol del
cabrón subdesarrollo. Los periódicos y la televisión, que ya existían;
secretaron el ácido patriótico y hasta sacrificaron su tiempo y página social
para lanzar gigantescas campañas y colectas públicas con el fin de ofrecer
refrigeradores, radios, televisores, estufas, cámaras, relojes y hasta viajes
de turismo para las familias de los jugadores.
Hubo compañías que aseguraron por sumas fabulosas la uña del bendecido
dedo gordo del goleador de turno. Otras, realizando grandes esfuerzos de
laboratorio e investigación habían logrado sacar al mercado cigarrillos
especiales para los pulmones de los deportistas y refinados licores con
antídotos milagrosos para proteger al hígado deportivo de los nefastos efectos
de la goma. Muchos técnicos aprendieron, con extraordinaria precisión, a
calcular y organizar técnicamente todas las posibles jugadas para no perder ,logrando
inclusive calcular los efectos del imprevisto estornudo del volante derecho. Y
en los palcos se vio a hombres muy simpáticos realizando sabias combinaciones
de sonrisas y papeles, firmando documentos de traspaso, pujando y aplicando
higiénicamente los más modernos e incomprensibles principios de la
compra-venta:
¿Cuánto por Primitivo?
No se vende, es un valor nacional.
Ofrezco mil.
Es un valor nacional.
Dos mil.
Un valor nacional.
Cuatro mil.
…nacional.
Cinco mil.
Traaaaaaaaaaaaaaaspaaasandoooooooooo, pero en dólares y al contado.
En fin, todo se volvió más bueno, patriótico y bonito y digámoslo de
una vez, fue tanto el desarrollo, que el fútbol empezó a crecer, a crecer... y
a crecer tanto, que la patada de “Majoncho” Sosa, las brasas de Don Lurio, el
cabezazo de “Joyo Chele”, las tenazas de Garbut, el pañuelo del “Choco” y los
tres goles olímpicos en un solo partido de Zacarías Arzú se convirtieron en
dudosas versiones, inventos febriles de fanáticos de barrio que no saben
realmente cómo son las cosas. Hubo muchos que de rabia hasta echaban baba por
la boca cuando con ingenua terquedad les aseguraba que eran ciertas las
palabras de aquel amigo mío, a quien llamaban “Joyo Chele”, cuando rodeado de
una pandilla de cipotes le decía de pasada al de la entrada: ¡Qué macanudo
sería que todo el mundo pudiera entrar gratis al estadio!