sábado, 13 de marzo de 2010

CFuentes no ha leído a Bolaño (ni quiere hacerlo)

Ya había leído en algún lugar acerca del supuesto desprecio de Carlos Fuentes por la obra de Roberto Bolaño, pero me llamó la atención hoy el artículo que el mexicano publica en El País (clic aquí) sobre la cultura chilena, en el que dice, con absoluta razón, que Chile es un país de grandes poetas y de grandes novelistas. Pero entonces vienen las listas: en la de poetas aparecen Huidobro, Mistral, Neruda, Enrique Lihn, Nicanor Parra y Raúl Zurita; y en la de novelistas: "José Donoso es el gran refundador de la novela chilena, junto con Jorge Edwards, Antonio Skármeta, y más tarde, Isabel Allende, Marcela Serrano, Carlos Cerda, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y Ariel Dorfman y, para cerrar el círculo, María Luisa Bombal, nacida en 1910, y Diamela Eltit, nacida en 1950". Nótese que Fuentes cierra el círculo, un círculo dentro del cual por ningún lado se ve a Bolaño pero en cambio sí se ven la Allende y la Serrano, por ejemplo. Alguien debería acercársele a Carlos Fuentes y decirle discretamente al oído que Roberto Bolaño es chileno.

Utopía cibernética

Vista parcial de la portada de Los muertos, de Jorge Carrión.
Siempre resulta interesante observar a un crítico literario en su faceta de creador. En este caso, se trata de Jorge Carrión, uno de los mejores críticos que se pueden encontrar en las páginas españolas, quien publica su novela Los muertos (Mondadori), de la que nos habla Juan Goytisolo en esta reseña tomada de Babelia:
Estamos en Nueva York en 1995, en un callejón sombrío encajonado entre grandes bloques de edificios. Un hombre desnudo en posición fetal. Nada sabemos sobre él -ni él mismo lo sabe- sino su apodo: el Nuevo. Tres cabezas rapadas se aproximan a su cuerpo inerme y le propinan una brutal paliza a modo de bienvenida. Alguien -el Viejo- le ayuda a levantarse y le da momentáneamente abrigo. La víctima es uno de los numerosos aparecidos que acaban de "materializarse" en la ciudad y suscitan el rechazo de la población nativa. Pronto le seguirá otro: el cuerpo también desnudo de un adolescente. La secuencia se corta cuando dos individuos con bates de béisbol se dirigen hacia él. A continuación, una mujer asimismo desnuda y trémula, siempre en posición fetal, será violada por los tres cabezas rapadas. Poco a poco el lector (y telespectador) verifican que la encarnación repentina de nuevos seres ignorantes de su pasado y sin una identidad comunitaria precisa es percibida por los demás ciudadanos como una plaga. Quienes no tienen la suerte de integrarse en algún núcleo familiar acuden a los ya atestados Centros de Acogida y quieren contactar con el adivino que les ayudará a descubrir quiénes fueron en otra vida y a forjarse la identidad que ansían. Todo ello sucede a un ritmo veloz, en el que los personajes cambian de un párrafo a otro, mediante frases cortas, casi telegráficas.
Al fin de la Primera Parte de Los muertos, los comentarios eruditos de una licenciada en estudios audiovisuales publicados en The New Worker del 1 de agosto de 2011 (el subrayado es mío), nos revelan que cuanto acabamos de leer (y de ver) es una teleserie del mismo título que bate todos los récords de audiencia. Una teleserie que ha saqueado y digerido los componentes de infinidad de filmes y telenovelas, incluidos personajes, escenas y tramas argumentales en virtud de un ars combinatoria de ingredientes de toda índole tomados de la narrativa universal. El análisis de dicha superserie será a su vez el origen de Mypain.com, la web patrocinada por la productora de Los muertos con el propósito de crear un mundo virtual absoluto en el que los difuntos personajes novelescos, cinematográficos, televisivos, etcétera, puedan resucitar y encarnarse en quienes lo deseen y dispongan de medios económicos para adquirir su exclusiva. A través de una red de comentarios y reflexiones en torno a "la memoria de los muertos de la ficción" y "la de aquellos que han sido ficcionalizados tras su muerte", Jorge Carrión nos va desgranando las claves de las misteriosas "materializaciones" de la teleserie neoyorquina:

"De ese modo, se desvela un fenómeno universal: todo personaje de ficción tiene uno o más modelos, conscientes o inconscientes, tomados de la vida real. Esa hipótesis ha llevado a la idea de que el cuerpo en que se encarna un personaje de ficción tras su muerte en la obra que fue engendrado se corresponde -en el mundo de la teleserie- con la imagen física de la persona real que actuó como modelo de los creadores".

En la Segunda Parte, el novelista da una vuelta más a la tuerca del artefacto literario que está creando. Estamos otra vez en Nueva York, pero en 2015. La escena inicial del callejón es la misma, pero el cuerpo desnudo, en posición fetal, del Nuevo es el de un negro. A la agresión de que es objeto por parte de los tres cabezas rapadas responde con puñetazos y patadas hasta ponerlos en fuga. En las siguientes secuencias reaparecen personajes de la Primera Parte, angustiados por la pandemia que se abate sobre la ciudad: las desapariciones -desintegraciones súbitas- como reverso de las "materializaciones" de la anterior teleserie. Los habitantes, presa del pánico, buscan su pertenencia comunitaria en las personas con quienes compartieron su otra vida y que puedan orientarles sobre su verdadera identidad. Mundialización, angustia identitaria, venganza de los particularismos que hoy nos afectan son tratados así de manera oblicua. Adivinos, mafias, grupos terroristas, avance imparable de la pandemia desintegradora, entretejen una pesadilla recurrente. "La ciudad", dice el autor de la teleserie o de "los autores que sobre este caso escriben", "parece más virtual que nunca, más maqueta o videojuego o construcción tridimensional que nunca". Los neoyorquinos han huido, Manhattan está desierto, ni un solo peatón discurre por la Quinta Avenida. "Una red infinita de pantallas, eso es nuestro mundo", dirá un fugitivo. "Una red sin centro y por tanto sin Dios". Sin autor omnisciente y ubicuo, añadiré yo.

La utopía cibernética de Carrión no guarda relación con las de Wells, Huxley u Orwell. Sus conexiones se establecen en lo que llama la narrativa del rescate, la "de las novelas y películas que resucitan de su muerte ficcional o los exterminados de la ficción universal". Buen lector (y telespectador y cibernauta), Carrión sabe que toda obra nace en un mundo poblado de obras de cuya existencia se alimenta y a las que prolonga y modifica. El ciberespacio abre posibilidades infinitas de adaptación de lo reciclable en todos los campos de la narrativa y lo audiovisual. Los muertos puede ser vista como un videojuego o leída como un complejo y articulado objeto literario. Inútil decir que, sin descartar la primera opción, me inclino a la segunda por razones de educación y de edad.

Pueden verse los tráilers del libro haciendo clic aquí.

Delibes después de Delibes

El escritor Miguel Delibes. Foto: JOSÉ MANUEL NAVIA MARTÍNEZ
Da un poco de pena que muera un escritor como Miguel Delibes sin que uno lo haya leído aún, sin que le hayamos dado ese modesto y secreto homenaje de una lectura, aunque fuese mínima. Pero ésta es sólo una variante curiosa del destino de muchos escritores: ser póstumos para algunos lectores que, como yo, buscarán algo suyo la próxima vez que vayan a la biblioteca. De todo lo que he leído sobre Delibes desde su muerte ayer, me quedo con este texto breve de Juan Marsé en El País:
Es un escritor a quien siempre respeté muchísimo pero al que, cosas de la vida, nunca traté personalmente. Aunque una vez estuve muy cerca de ello. No recuerdo si fue en 1961 o 1962. Yo entonces vivía en París. Debía ser otoño. Paseaba por el Boulevard Saint-Germain cuando le vi en una de las terrazas de un bar. Estaba ahí, sentado, viendo pasar a la gente, abrigado; lloviznaba. Le reconocí y me paré a mirarlo y sopesé decirle que le admiraba mucho y esas cosas. Total, yo era tímido -bueno, aún lo soy hoy- y al final no me atreví.

Años después, con motivo del Biblioteca Breve por Últimas tardes con Teresa, recibí una nota manuscrita suya, a la que contesté comentándole lo de París y que respondió diciendo que qué pena, que hubiéramos podido hablar... Me he arrepentido siempre.

Para mí es un ejemplo de una prosa extraordinaria que yo ya leía cuando tenía 15 años en esos libros de Destino que editaba Josep Vergés y al que le fue tan fiel. Me fijé en La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado hijo Sísí... Yo admiraba su dominio del lenguaje, si bien me interesó mucho más su obra posterior, ese esfuerzo conseguido por ponerse al día en lo estilístico en los ochenta, como en Los santos inocentes. Pero también me parecía un ejemplo de discreción y austeridad, que contrastaba con otros compañeros suyos, bastante campanudos y tal... Dejémoslo ahí.


En El País le dedican este especial.

viernes, 12 de marzo de 2010

Así comienza Dublinesca


Dublinesca, Enrique Vila-Matas. Seix Barral
Pertenece a la cada vez ya más rara estirpe de los editores cultos, literarios. Y asiste todos los días conmovido al espectáculo de ver cómo la rama noble de su oficio -editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura- se va extinguiendo sigilosamente a comienzos de este siglo. Tuvo problemas hace dos años, pero supo cerrar a tiempo la editorial, que a fin de cuentas, aun habiendo alcanzado un notable prestigio, marchaba con asombrosa obstinación hacia la quiebra. En más de treinta años de trayectoria independiente hubo de todo, éxitos pero también grandes fracasos. La deriva de la etapa final la atribuye a su resistencia a publicar libros con las historias góticas de moda y demás zarandajas, y así olvida parte de la verdad: que nunca se distinguió por sus buenas gestiones económicas y que, además, tal vez pudo perjudicarle su fanatismo desmesurado por la literatura. 

Samuel Riba -Riba para todo el mundo- ha publicado a muchos de los grandes escritores de su época. De algunos tan sólo un libro, pero lo suficiente para que éstos consten en su catálogo. A veces, aunque no ignora que en el sector honrado de su oficio quedan en activo algunos otros valerosos quijotes, le gusta verse como el último editor. Tiene una imagen algo romántica de sí mismo, y vive en una permanente sensación de fin de época y fin de mundo, sin duda influenciado por el parón de sus actividades. Tiene una notable tendencia a leer su vida como un texto literario, a interpretarla con las deformaciones propias del lector empedernido que ha sido durante tantos años. Está, por lo demás, a la espera de vender su patrimonio a una editorial extranjera, pero las conversaciones se encuentran encalladas desde hace tiempo. Vive en una potente y angustiosa psicosis de final de todo. Y aún nada ni nadie ha podido convencerle de que envejecer tiene su gracia. ¿La tiene? 

Ahora está de visita en casa de sus ancianos padres y los está mirando de arriba abajo, con curiosidad nada contenida. Ha ido a contarles cómo le fue en su reciente estancia en Lyon. Aparte de los miércoles -cita obligada-, es una vieja costumbre que vaya a verlos cuando regresa de algún viaje. En los dos últimos años, no le llega ni una décima parte de las invitaciones a viajar que recibía antes, pero ese detalle lo ha ocultado a sus padres, a los que también ha escondido que ha cerrado su editorial, ya que considera que tienen una edad -demasiado avanzada para darles según qué disgustos y, además, está seguro de que no lo asimilarían nada bien. 

Se alegra cada vez que le invitan a alguna parte, porque, entre otras cosas, eso le permite seguir desarrollando ante sus padres la ficción de sus múltiples actividades. A pesar de que pronto cumplirá sesenta años, tiene con ellos, como puede apreciarse, una fuerte dependencia, quizá porque no tiene hijos, y ellos, por su parte, sólo le tienen a él: hijo único. Ha llegado a viajar a lugares que no le apetecían demasiado, sólo para contarles después el viaje a sus padres y así mantenerles en la creencia -no leen periódicos ni ven televisión- de que sigue editando y sigue siendo reclamado en muchos lugares y, por tanto, las cosas continúan marchando muy bien para él. Pero eso no es para nada así. Si cuando era editor estaba acostumbrado a una gran actividad social, ahora apenas tiene alguna, por no decir ninguna. A la pérdida de tantas amistades falsas, se ha unido la angustia que se ha apoderado de él desde que hace dos años prescindió del alcohol. Es una angustia que procede tanto de su conciencia de que, sin beber, habría sido menos atrevido publicando como de su certeza de que su afición a la vida social era forzada, nada natural en él y quizá tan sólo provenía de su enfermizo temor al desorden y la soledad. Nada marcha muy bien para él desde que corteja a la soledad. A pesar de que trata de que no caiga al vacío, su matrimonio más bien se tambalea, aunque no siempre, porque su relación de pareja pasa por los más variados estados y va de la euforia y el amor al odio y el desastre. Pero se siente cada día más inestable en todo y se ha vuelto gruñón y le disgusta la mayor parte de las cosas que ve a lo largo del día. Cosas de la edad, probablemente. Pero lo cierto es que empieza a estar incómodo en el mundo y cumplir sesenta años le produce la misma sensación que si tuviera una soga al cuello. 

Sus ancianos padres escuchan siempre sus relatos de viajes con gran curiosidad y atención. A veces, hasta parecen dos réplicas exactas de Kublai Kan oyendo aquellas historias que contaba Marco Polo. Las visitas que siguen a algún viaje de su hijo parecen disfrutar de un rango especial, una categoría superior a las más monótonas y habituales de todos los miércoles. La de hoy tiene ese rango extraordinario. Sin embargo, algo raro está pasando, porque lleva un buen rato en la casa y todavía no ha sido capaz ni tan sólo de abordar el tema de Lyon. Y es que no les puede explicar nada de su paso por esa ciudad, porque allí estuvo tan desligado del mundo y su viaje fue tan salvajemente cerebral que no dispone de una sola anécdota mínimamente humana. Además, la realidad de lo que le sucedió allí es antipática. Ha sido un viaje frío, gélido, como esos trayectos hipnóticos que últimamente emprende tantas veces ante su ordenador.

-Así que has estado en Lyon -insiste su madre, ahora ya incluso algo inquieta. 

Su padre ha comenzado lentamente a encender la pipa y le mira también con extrañeza, como preguntándose por qué no cuenta nada de Lyon. Pero ¿qué puede decirles de su estancia en esa ciudad? No va a ponerse a hablar de la teoría general de la novela que fue capaz de fabricar él solo, allí en el hotel lionés. No les interesaría nada la historia de cómo elaboró esa teoría y, además, no cree que sepan muy bien qué puede ser una teoría literaria. Y, suponiendo que lo supieran, está seguro de que les aburriría profundamente el tema. Y hasta podrían llegar a descubrir que, tal como asegura Celia, anda demasiado aislado en los últimos tiempos, demasiado desconectado del mundo real y abducido por el ordenador o, en ausencia de éste -como le ha ocurrido en Lyon-, por sus viajes mentales. 

En Lyon se dedicó a no ponerse nunca en contacto con Villa Fondebrider, la organización que le había invitado a dar la conferencia sobre la grave situación de la edición literaria en Europa. Tal vez porque ni en el aeropuerto ni en el hotel apareció alguien para recibirle, Riba, a modo de venganza por el menosprecio que le habían mostrado los organizadores, se encerró en su dormitorio del hotel de Lyon y logró allí realizar uno de sus sueños cuando editaba y no tenía tiempo para nada: redactar una teoría general de la novela.

Ha publicado a muchos autores importantes, pero sólo en el Julien Gracq de la novela Le Rivage des Syrtes ha percibido un espíritu de futuro. En su dormitorio de Lyon, a lo largo de un sinfín de horas de encierro, se dedicó a perpetrar una teoría general de la novela que, basándose en las enseñanzas que advirtiera desde un primer momento en Le Rivage des Syrtes, establecía los cinco elementos que consideraba imprescindibles en la novela del futuro. Esos elementos que consideraba esenciales eran: intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza. 

Era una teoría osada, puesto que proponía a la novela de Gracq, habitualmente considerada como anticuada, como la más avanzada de todas. Llenó una multitud de hojas comentando los diversos elementos de esa propuesta de novela del futuro. Pero cuando hubo terminado su duro trabajo, se acordó del «sagrado instinto de no tener teorías» del que hablaba Pessoa, otro de sus autores favoritos y del que tuvo el honor en cierta ocasión de poder editar La educación del estoico. Se acordó de ese instinto y pensó en lo muy tontos que a veces eran los novelistas, y se acordó de varios escritores españoles a los que les había publicado historias que eran el producto ingenuo de educadas y extensas teorías. Qué pérdida de tiempo más grande, pensó Riba, hacerse con una teoría para escribir una novela. Ahora él podía decirlo con todo fundamento, pues acababa de escribir una. 

Porque vamos a ver, pensó Riba, si uno tiene la teoría, ¿para qué quiere hacer la novela? Y en el momento mismo de preguntárselo y seguramente para no tener una sensación tan grande de haber perdido el tiempo, incluso de perderlo al preguntárselo, comprendió que haberse pasado tantas horas en el hotel escribiendo su teoría general le había en el fondo permitido desembarazarse de ella. ¿Acaso un hecho así era desdeñable? No, desde luego. Su teoría seguiría siendo lo que era, lúcida y osada, pero iba a destruirla tirándola a la papelera de su cuarto. 

Celebró un secreto e íntimo funeral por su teoría y por todas las que en el mundo ha habido, y después abandonó la ciudad de Lyon sin haber contactado en momento alguno con quienes le habían invitado para hablar de la grave -quizá no tan grave, pensó durante todo el viaje Riba- situación de la edición literaria en Europa. Salió por la puerta falsa del hotel y regresó en tren a Barcelona, veinticuatro horas después de su llegada a Lyon. No dejó para los de Villa Fondebrider ni una carta justificando su invisibilidad en Lyon, o su extraña posterior huida. Comprendió que todo el viaje había servido sólo para poner en pie una teoría y luego celebrar un íntimo funeral por ella. Se fue con la convicción total de que todo lo que había escrito y teorizado en torno a lo que tenía que ser una novela no había sido más que un acta levantada con el único propósito de librarse de su contenido. O, mejor dicho, un acta levantada con el propósito exclusivo de confirmar que lo mejor del mundo es viajar y perder teorías, perderlas todas.

Tomado de elcultural.es

Vila-Matas jubila a los últimos editores

Enrique Vila-Matas en el estudio de su casa de Barcelona. - Albert Gea.
Dublinesca, la nueva novela de Enrique Vila-Matas, estará en las librerías el próximo martes, pero algunos afortunados han podido leerla desde antes, como este periodista de Público que la comenta hoy:
Una de las pocas cosas en las que no había hurgado Vila-Matas (Barcelona, 1948) en su universo irónico era la extinción de los "editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura". Cuando el año pasado decidió cruzar el charco para bañarse en las cálidas aguas de un gran grupo como Planeta (en su sello Seix Barral), decidía abandonar todo lo que sentencia en su nueva novela, Dublinesca.

El editor hikikomori

Así como los jóvenes japoneses abrumados por la presión sociedad deciden aislarse en su casa (hikikomori), Samuel Riba, "el editor literario tan cuesta abajo", se refugia en su catálgo, se entierra en sus recuerdos y reniega de su vejez. Su personaje pasa por los peores momentos de su vida: la rama noble de su oficio se extingue. Cerró hace dos años tras 30 años "de trayectoria independiente" y está a la espera de vender su patrimonio a una editorial extranjera. La rabia le impide ver la verdad: "Nunca se distinguió por sus buenas gestiones económicas" y le perjudicó "su fanatismo por la literatura". Es inevitable ver en la sombra de este personaje a su antiguo editor, Jorge Herralde.

Biografía camuflada

La naturaleza digresiva de la novela y las llamadas a la reflexión metaliteraria, camuflan al autor y sus lecturas en todos y cada uno de los personajes que ha creado, a partir de patrones de otros seres reales. Lo vivido y lo narrado va cosido con puntadas de sarcasmo, con las que Vila-Matas trabaja entre la biografía y la ficción. El futuro decrépito y apocalíptico anuncia un cambio inminente al que es imposible oponerse: Gutenberg por Google.

Funeral por Gutenberg

Samuel Riba es por momentos un ególatra inaguantable al que le amarga tener que buscar autores, "seres tan enojosamente imprescindibles", sin los que no sería posible "el tinglado". En otros, es retratado como un tierno descarriado en el absurdo: si el final del libro impreso provoca rechazo en el lector y en el escritor, ¿por qué el rumbo está definido y la suerte del papel echada? Riba zozobra huérfano de identidad, no sabe quién era antes de su catálogo. Falta su vida, "falto yo".

Dublín o Nueva York

El viaje de nuevo, el viaje interior. A pesar de que Riba admira a los escritores que cada día emprenden camino hacia lo desconocido sin moverse de su cuarto, él necesita viajar a Dublín, no sabe por qué, pero viajará y lo hará el 16 de junio, Bloomsday. Podría ser una escapada para tratar de arreglar lo que no tiene arreglo. El personaje se debate entre Dublín y Nueva York. Sin el primero no tendría realidad, sin el segundo mito y sueño. Sin ambos su vida sería mucho más difícil.

Gran pesadilla etílica

Uno de sus amigos le aconseja "dar el salto inglés" y salir del embrollo afrancesado que reconoce como familiar. El salto inglés o irlandés le convertiría en más divertido y ligero, pero también le acercaría peligrosamente a su mayor enemigo, la bebida. El editor en retirada rompió con el alcohol hace muchos años, antes de que su mujer rompiera con él, harta de verle al borde de la muerte. Pero la cabra no puede evitar el monte.

Letras heridas 

Si creían que Vila-Matas dejaría de ocuparse de la enfermedad de la literatura tras Exploradores del abismo, estaban equivocados. "El viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestras tiranías cotidianaas", piensa el editor en extinción, que se negó a subirse a los réditos de libros manchados por los vampiros góticos y murió en la pelea.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Contra los bloggers

Como quien no sabe reírse de sí mismo no puede reírse de los demás, y como me gustar reírme de los demás, pego aquí esta diatriba de Renato Cisneros sobre los que, como yo, dedican algo de su tiempo a hacer esto que ahora hago. Tomada de Etiqueta Negra:
Celebro que existan los blogs, aunque no tanto los bloggers. No sé. Me da la impresión de que con el paso del tiempo fueron perdiendo su inventiva, al punto de convertirse en aburridos jueces omniscientes de la realidad. Tal vez sea la necesidad de persuadir a su auditorio; o tal vez estén acusando cierta falta de legitimación, pero hay algo que los está arrastrando progresivamente hacia una neurosis colectiva on-line. Quizá andan un poco aturdidos con todo el laberinto que se ha armado alrededor de ellos. Porque no hay que ser mezquinos: los bloggers todavía son una novedad; administran y canalizan información camuflada, atractiva; y muchos invierten sus inquietudes privadas como pretexto para formar comunidades. Hasta ahí todo bien.

El problema es que, de la noche a la mañana, muchos bloggers (o bloguers, o blogers, o blogueros, no sé ni cómo coño se escribe) empezaron a tomar demasiado en serio su simulado papel de fiscalizadores de todo lo que existe. Ahora se han agrandado, se sobrestiman. Ladran, sermonean, concluyen, pontifican. Se retan entre ellos, miden el alcance de su pretendida irreverencia, comparan el diámetro de su ombligo y se abrazan con interactivo cinismo. Pero no dejan de ser chistosos. Simulando una confraternidad que no les nace, organizan eventos en favor de ellos mismos, masajeando desproporcionadamente su autoestima. Y lo más feo: permiten que en sus vidas haya lugar para esa horrible combustión que produce el ego cuando se le suma la envidia.

No me gustan los bloggers porque son regularmente patéticos: se obsesionan con la cantidad de lectores que los visitan (y sobre todo con los que no los visitan) y con el número de comentarios que (no) les dejan. En eso se les va la vida. Pueden cortarles la luz y el agua; en sus casas puede faltar el acceso telefónico; pero si les quitan la conexión a internet, morirían de inanición: los mataría la invisibilidad, ésa de la que intentan torpemente escapar con cada post deslenguado y cascarrabias.

Me caen mal cuando se ponen a establecer rankings y estadísticas para ver quién es el blogger más leído de todos; pero me caen peor cuando se sabotean unos a otros insultándose desde el canalla zanjón del anonimato. Hasta en una olla de grillos, es más, hasta en un balde repleto de cangrejos, la convivencia entre las especies es más llevadera.

Definitivamente todo era más estimulante cuando los bloggers posteaban por el puro gusto de hacerlo, casi sin darse cuenta de cuán original era la propuesta que tenían entre manos. Bastó que algunos medios les reventaran cohetecillos para que se corrompiera el espíritu solitario y desfachatado que los reprodujo. Ahora se creen estrellas de la web, líderes de opinión, revolucionarios de una aparente causa digital que sólo existe en su ciberespacio mental.

¿Si yo también me veo así? Pues supongo que no puedo correrle del todo a esos efectos colaterales. En todo caso, la única manera que encuentro de contrarrestarlos es asumiéndome como un sujeto sin importancia que, entre las muchas cosas que hace para sobrevivir con dignidad, escribe un blog con la misma prosaica naturalidad con que un plomero se tira al suelo para cambiar una tubería.

lunes, 8 de marzo de 2010

FVallejo: "El hombre es una basura, un asco"

 
Fernando Vallejo. Foto: AFP.
Fernando Vallejo es uno de esos escritores que no son sólo sus libros. Porque cuando sale de la letra impresa de sus libros, se sale de verdad, como en esta entrevista publicada hoy en Público, en donde, entre otras cosas, llama farsante a Gandhi, dice que el ser humano es un asco y que la humanidad entera no tiene salvación:
Porque no cree en nada y dispara a todo lo que suene a poderoso es uno de los autores más sugerentes y polémicos. Ahora aparece El don de la vida, una novela protagonizada por alguien que piensa como el propio Fernando Vallejo (Colombia, 1942) y suena a testamento escrito desde el sarcasmo más lúcido.
¿Para qué sirve la literatura?
Para desenmascarar a los impostores y molestar a los tartufos. Eso a mí me produce un placer casi sexual.
¿Cuáles son los límites?
Que me maten.
¿Para qué ha quedado hoy la novela entre la muerte de lo visual y lo provocativo?
El único camino que le veo es el de la primera persona, el del narrador que habla en nombre propio y cuenta la verdad. No el del novelista omnisciente que inventa y miente.
¿Cuántas vueltas de crueldad y absurdo resiste la realidad?
La realidad es absurda, cruel, monstruosa, desquiciada, delirante, y sólo la Muerte [el autor la prefiere en mayúscula] nos libra de ella. La vida es una desgracia.
¿Es ‘El don de la vida' un ideario con traje de ficción?
El don de la vida no es más que un título con una aliteración de tres letras "d" dispersas en seis sílabas.

¿Es ‘El don de la vida' un purgatorio?
De ser algo más que las seis sílabas que te digo con las tres "d", sería la providencia de Dios expresada en la bendición de la Muerte.
¿Cuál es su verdad?
Ninguna, es un engaño, un libro mentiroso.
En los diálogos del libro usted se arrincona sin pudor. ¿Es la muerte el espejo de uno mismo?
No, yo no estoy ahí. Ahí lo que hay es un loco dividido en dos, con el alma partida.
¿Para qué limpiar el alma, para ser Gandhi?
El alma es un espejismo de las neuronas y Gandhi era un farsante que no fue capaz de dejarse morir de hambre. Los que sí se dejaban morir de hambre eran los albigenses del siglo XIII, cuando llegaban a lo más alto de su perfeccionamiento espiritual.
Hay referencias a Heidegger y a su olvido, ¿filosofía para qué?
En sus 2.500 años de existencia la filosofía no ha hecho más que plantearse falsos problemas, problemas necios, insolubles, que embrollan más las cosas. De toda ella sólo salvo dos frases, la de Heidegger: "El hombre es un ser temporal y contingente lanzado entre dos nadas"; y la de Sartre: "El infierno son los demás".
Colombia no sale bien parada en el libro, ¿qué esperanzas tiene el país?
Colombia ninguna. Y España tampoco. Y como Colombia y España el resto de la humanidad. La especie del Homo sapiens está perdida. Hoy más que nunca. No tenemos salvación.
"Sólo la Muerte nos libra de la realidad. La vida es una desgracia"
¿Qué faltas suyas le suponen mayor indulgencia?
Durante buena parte de mi vida me comí a los animales: a las vacas, a los cerdos, a los pollos, a los peces... Y esa infamia mía no tiene perdón del cielo, me siento un criminal. Sólo en estos últimos años me he podido quitar de los ojos la venda moral que me puso el cristianismo y he logrado ver a esos animales que te digo como mi prójimo. Que es lo que no alcanzó a ver el loquito de Galilea.
¿Hay alguna esperanza de cambio para el hombre?
El hombre es un animal confuso, de mente cambiante y caótica que le hace creer que es la gran cosa pero no, es un pobre simio atropellador y mentiroso. El ser humano es una basura, un asco. Que se acabe.
¿El libro electrónico es un enemigo o un amigo?
No te preocupes por el libro electrónico, que no va a alcanzar a desplazar a otro porque antes explota esto. Esa es mi gran esperanza, la última que me queda, la de la gran explosión.
¿Cuál es el peor enemigo de la democracia?
La democracia es una alcahueta del delito, prefiero la tiranía.

domingo, 7 de marzo de 2010

Contra los novelistas

Como casi siempre ocurre, el texto que sigue (escrito por Enrique Prochazka y publicado originalmente en Etiqueta Negra) afectará emocionalmente a más de uno, como ocurrió con un texto gemelo de éste, titulado "Contra los poetas"; pero tampoco serán muchos los afectados (por lo menos en H, pues en H novelistas hay muy pocos). En cualquier caso, leamos:
Pese a todo lo que se habla acerca de los placeres de la lectura, yo no puedo leer novelas por placer. Así, no he leído novela alguna de Fuguet, Kureishi, Pérez Reverte, Bolaño, Cervantes, Allende, Hemingway, Roncagliolo. Quizá porque se ocupan de cosas que no me seducen, como la vida y lo cotidiano. Para orientar mis no-lecturas mis mejores guías son la publicidad y las recomendaciones. Si algo o alguien me recomiendan algo, pierdo las ganas por completo. Leyendo reseñas y escuchando sugerencias descubro que en estas novelas la gente hace cosas que yo nunca hago, mientras que yo practico muchas conductas en las que los personajes de novelas rara vez incurren. Cuando ocasionalmente leo una novela lo hago porque me obligo a hacerlo, siempre a partir de una sorpresa que atañe a la inusual valentía o talento del personaje, virtudes que me dicen que, si insisto en la lectura, quizá aprenda algo.

No es que juzgue que las novelas de estos autores sean malas (aunque, según la certera Ley de Sturgeon, el noventa por ciento de todo es basura). ¿Cómo saber que una novela es mala, si ella constituye su propio antídoto? Se extingue en la mesa de noche. Simplemente, sucede que son novelas. Se dirá que yo mismo las escribo, pero al hacerlo me rehúso a degradar la estupefacción en anécdota, la grisura del día a día en un argumento que te envuelva, en unos personajes que aspiren a parecer reales. Naturalmente: si no puedo leer sobre ellos mucho menos puedo escribirlos. Lo cotidiano, tu día a día, me importan un pito.

Las mejores cosas que se han dicho contra los escritores las han dicho ellos mismos. De cierta novela, Dorothy Parker señaló que «no era como para dejarla de lado así no más: había que arrojarla lejos, con mucha fuerza». Insuperable es Groucho, quien con una esquela condenó al anonimato a un autor en el más imbatible y citado de sus garrotazos. «Estimado Sr. Tal: desde el momento en que tomé su libro entre mis manos no he podido dejar de reírme. Espero leerlo algún día». Diera la impresión de que escribir novelas es lo más fácil del mundo, con tanto incontinente que lo hace; allí está la conocida queja de Cioran: «Escribir una novela sin argumento está muy bien, pero ¿para qué escribir diez o veinte?».

Pero no abruma sólo la inflación de novelas, sino además la pobreza de los recursos con las que se las redacta. Es penoso que casi siempre se escriba desde las simas de la ignorancia. Demasiadas novelas parecen nacer de esta pulsión extraña que aquejó a Gibbon (denso contador de historias, si bien no novelista) quien confesó que una mañana «desprovisto de una educación original, deshabituado a los hábitos del pensamiento e incapaz en las artes de la composición, resolví escribir un libro». Por eso renuncio a escribir de lo que no sé, y así investigar es para mí la causa formal –más que la eficiente– de todo lo que escribo. Y uno escribe porque está disconforme con lo que esta leyendo.

Al oficio de novelista se dedican, las más de las veces, personas que buscan la figuración por razones endocrinas. Se agitan como locos bajo la presión de las editoriales, que por las necesidades del márketing hacen del novelista un personaje mediático si no ha logrado hacerlo ya él o ella primero para parchar sus deficiencias, si no enzimáticas, sin duda afectivas. Los flashes simulan mal el cariño, pero a veces esta prostitución es lo único que se tiene. Se la maneja mejor soportada, si acaso, por el desprecio. No en vano Jules Renard anotó que escribir es la ocupación en la que uno continuamente trata de demostrar talento ante quienes no tienen ninguno.

Así la vida del novelista exitoso se convierte en la vida de una vedette. Algunos apuran pasos y antes de ser buenos, o siquiera famosos, ya son exitosamente malditos: diríase que por superstición, como quien toca madera o se persigna. A veces, muy raras veces, los novelistas tienen poder.

Lo más probable es que los lectores de esta nota no hayan leído mis libros. A eso me dedico. Un novelista ha dicho que yo sólo escribo para mí mismo; pero es mejor escribir para uno mismo y no tener público, que viceversa.

Y sin embargo sí leo novelas. Son siempre las mismas ocho o diez. Hace un par de décadas eran quince o veinte. Con un lápiz, en las márgenes de las que quedan, voy subrayando quién soy. Quizá, al final, lo averigüe.

Una memoria mala


En el ABCD las Artes y las Letras, J.J. Armas Marcelo se despacha un texto alusivo a Egos revueltos, el libro sobre el que responde Juan Cruz, su autor, en la entrada anterior de este blog. ¿Qué se tendrán (o se habrán tenido) estos dos?
Detesto a los escritores (que dicen) que escriben para que sus amigos los quieran más. Son unos impostores que terminan por traicionar (a cambio de un plato de lentejas) a los amigos que dicen querer tanto. Conozco muy bien el caso famoso de uno de esos escritores cínicos que intentó ligarse a la mujer de su íntimo amigo. El intento frustrado le costó al genio un puñetazo del airado marido, un puñetazo en público, inolvidable y suntuoso. Conozco el caso de otro de esos escritores, mamones y querendones, que se iba de burdel con su mejor amigo y, cuando se despedían tras la juerga, llamaba por teléfono a la mujer de aquel amigo tan íntimo suyo para contarle cada uno de los episodios prostibularios en los que andaban juntos.

«Por ti, yo soy capaz de arrancarme un brazo», le dijo uno de esos escritores aparentemente íntegros a uno de sus amigos escritores que le había pedido el voto en un premio donde él era jurado. «Lo que pasa es que yo tengo un solo voto... y ya sabes...» Al final, se alió con los oficinistas del odio y la envidia, y no lo votó. Jo, que tropa, diría Romanones.

He leído Egos revueltos porque está escrito por alguien que dijo siempre que escribía para hacer amigos, y porque habla de amistad y de sus amigos (algunos de los cuales me consta que también lo son míos). Es una memoria blanda, maquillada de bondad y merengue dulce, escrita en una prosa empalagosa y apalanganada que busca repetir que su objetivo es querer cada vez más a los amigos, citados profusamente y de manera conveniente. En este Olimpo de la memoria literaria, todos los escritores grandes (salvo Cela, que está en los infiernos, también en la comedia divina de esta memoria) son ángeles santos sin mezcla de mal alguno y la Mamá Grande, Nuria Monclús (para José Donoso), que en Egos sale con su propio nombre, es una dama catequista.

Al autor nadie le hizo daño nunca, por lo que no cae en el pecado del ajuste de cuentas, ni -por supuesto, sólo faltaba- él, el autor, ha matado jamás una mosca, ni ha roto un plato; va por la vida de bueno y no fue jamás agente activo de ninguna canallada o ruindad evidente. Es, pues, el autor, el más santo de todos. En lo que a mí respecta, una cita neutra, le recordaré que fui yo quien lo llamó a él para que viniera al barco, en Tenerife, a conocer a Vargas Llosa. En la casa del pintor Machado, en Vistabella, no estaba Emilio Sánchez-Ortiz, sino Elfidio Alonso. Vargas Llosa no se puso nervioso porque el autor no dejaba de hacerle preguntas, sino porque alguien que acababa de conocerlo -él, que ha llegado a ser ahora uno de sus mejores amigos- le puso delante una de sus novelas, creo recordar que era Pantaleón y las visitadoras, y le dijo: «Tú escribes ahí «Para Pilar y para Juan, con amor», y firmas». Vargas Llosa le entregó el libro y le contestó, irritado, con cara de indio londinense: «¡Escríbelo tú y yo te lo firmo!».

Impreciso, pretencioso, rodeado de «amigos», el autor de Egos (Higos, dice José Esteban) se larga una memoria mala del Olimpo literario, que antes tengo la impresión de que fue un libro inédito de entrevistas y, después, un ensayo personal del boom tipo Donoso, y ha terminado por ser «una memoria personal de la vida literaria». Además, no todos los episodios los cuenta como fueron, sino como le conviene a su memoria, incluso alguno de los más delicados, en los que por mucho que diga «yo estaba por ahí», nunca estuvo presente. En fin, nada nuevo bajo el sol de esta literatura nuestra cuyos prestigios se hacen con estas vainas de memorias, puro régimen, donde lo políticamente incorrecto no es encontrable ni con lupa y el empalago es como un helado de fresa repetitivo y onanista.

Se atribuye a Octavio Paz una anécdota que el autor no cuenta y que, para terminar esta intemperie, me conviene -por políticamente incorrecta- contarles. Una vez, el autor de Egos le pidió a Octavio Paz que le firmara uno de sus libros recién publicado. El Nobel mexicano, cansado del revoloteo insaciable del periodista, tomó el libro en sus manos y le espetó en letra bien grande y clara: «A Juan Cruz, más cruz que Juan».

martes, 2 de marzo de 2010

JCruz: "Tengo un ego instantáneo, de usar y tirar"

 
Juan Cruz. Foto: JUAN MANUEL PRATS.
De El Periódico me traigo esta entrevista de Elena Hevia a Juan Cruz, autor del libro Egos revueltos:
No es Dios. Pero conoce el secreto de la ubicuidad, que no es truco de feria, sino laboriosidad, hiperactividad. A Juan Cruz (Tenerife, 1948), hoy director adjunto de El País, le tocó bailar como editor y como entrevistador con Borges, Cortázar, Cabrera Infante, Günter Grass, Francisco Ayala y Manuel Vázquez Montalbán, entre otros, y así lo evoca, con amor y humor. Y aunque él también chupe plano en esta feria de las vanidades, afirma no haber querido salir guapo.
Egos revueltos. ¡El título de su libro prometía más cotilleo y más ajustes de cuentas!
–Es que no estoy dotado para eso y no me siento cómodo. Hay una frase en El gran Gatsby que refleja bien mi intención: «Siempre que quieras criticar a alguien, solo recuerda que todas las personas en este mundo no han tenido las ventajas que has tenido tú».
–Por eso excepto Marina Castaño, viuda de Cela, apenas nadie se le va a ofender.
–No crea. Sí que hay gente que se ha enfadado, pero mi intención no era crear malentendidos, sino más bien deshacerlos.
–¿Conocer a los escritores en zapatillas destruye el encanto inicial de su lectura?
–No siempre. Los escritores son como sus libros. Charlar con un impertérrito Vargas Llosa sobre Picasso en una playa de Perú rodeado de insectos, eso es Zavalita [el de Conversación en La Catedral], rodeado de peligros en Lima. Delibes cabreado es Delibes y Borges cantando en islandés en un restaurante de Madrid no hace más que lo que se espera de él.
–Comprende usted muy bien todos esos egos tan bien constituidos.
–Es que los he querido mucho.
–¿Incluso a Cela? Ese plusmarquista de la egolatría.
–Es uno de los egos más grandes, sí. Pero no el único. Octavio Paz, por ejemplo, tenía un ego equiparable.
–Pero es difícil imaginar a Paz partiéndose de risa en un avión leyendo uno de sus propios libros como sí hizo Cela.
–¿Y qué le parece corregir palabra a palabra una entrevista que yo le hice a su mujer? Esa anécdota compite con la de aquel escritor cuyo nombre está en el libro, pero a quien no quiero señalar, cuya mujer manda una notita a los contertulios de una velada diciendo: «Llevan ustedes media hora hablando, y como no han dicho nada de mi marido, él se está deprimiendo».
–Es Pablo Neruda. ¿Por qué no quiere decirlo?
–Porque cuando cuentas las cosas en los libros, como hay más contexto, se entienden mejor.
–El libro, con tanto muerto convocado, tiene también un perfume melancólico de fin de época.
–Lo escribí entre el 2008 y el 2009, unos años devastadores. Murieron, entre otros, Rafael Azcona, Ángel González, Mario Benedetti. Simbólicamente, fue la despedida a un tiempo. El libro es como un abrazo que lamenta la pérdida, pero agradece el resplandor.
–También es una memoria anegada en alcohol.
–Entonces bebíamos mucho y en algún caso nos drogábamos con hachís. Como editor acompañé a muchos escritores hasta el último segundo de su último whisky. Con Ángel González, Caballero Bonald, Sabina o Javier Rioyo... Recuerdo aquellos tiempos como una época de alcohol, alegría y noche. No sé de dónde sacaba tanta energía.
–«El día que no recordé el teléfono de mi madre dije hasta aquí hemos llegado», confiesa sin pudor.
–Ahí me empecé a curar. Espero que sea una enseñanza para los acompañantes de escritores.
–¿El alcohol sigue siendo la gasolina de la literatura?
–Eso se ha aminorado. Los escritores son ahora más profesionales. Pero, en fin... Yo no sé qué grado de inseguridad tiene los abogados y los carniceros, pero si tuvieran el mismo que los escritores, beberían tanto como ellos.
–¿Cómo mantiene un periodista la distancia frente al autor cuando se ha sido editor?
–Un periodista puede ser editor y es bueno que tenga esa experiencia. La diferencia entre ambos trabajos es que el editor no puede hacer su trabajo desde el cinismo –que en el caso del periodista es una decisión–, porque en cierta forma es el coautor de la obra del escritor.
–¿En ese revoltijo de egos reconoce el suyo?
–Yo tengo un ego instantáneo, de usar y tirar. Fui un niño asmático y me acostumbré a ver el mundo desde la cama, y a veces tengo la sensación de continuar allí. De todas maneras, el periodismo me ha quitado la pasión de quererme.
–¿De quererse o de creerse?
–Ambas. El otro día en un chat alguien me dijo que ya era hora de que me bajara del pedestal. Si la gente supiera la consideración que yo tengo de mí mismo, quizá no me querrían más, pero me entenderían mejor. Porque yo no tengo una alta consideración de mí mismo, yo me siento muy defectuoso.