Ilustración: Ulises
Juan Bonilla comenta en este texto (publicado en El Mundo) el libro Charles Bukowski. Retrato de un solitario, de Juan Corredor, pero lo hace desde la perspectiva del lector de Bukowski que él mismo fue, con algo de nostalgia y la distancia necesaria, porque como apunta: "Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia".
Es bien sabido que con la figura del perdedor han hecho su fortuna muchos triunfadores. Uno de los más significativos es Charles Bukowski, que cuando ya vivía en un chalet de dos plantas y conducía un BMW de miles de dólares pagados al contado, escribió: Esto es mucho mejor: vivir: donde vivo ahora/ escuchar/ el consuelo/ la bondad/ de esta inesperada/ sinfonía del triunfo: una nueva vida" Los versos parecen dar a entender que "la vieja vida" fue terrible, y, de hecho, el 'héroe bukowskiano', con insolentes rasgos autobiográficos, es reconocido por ser un marginal que se gana la vida como puede, disparando poemas a revistillas que los pagan mal y tarde o con trabajos de poca monta en los que es humillado a cambio de una paga que se va mayormente en litros de cerveza y montañas de putas. Borracho, mujeriego, bronquista y jugador: así es el personaje principal erigido por Bukowski a través de muchos relatos, muchísimos poemas y unas cuantas novelas que, convenientemente barajadas, pueden hacer las veces de autobiografía: La senda del perdedor, se titula precisamente el volumen en el que revisita una infancia marcada por la dureza del padre y por los padecimientos de la xenofobia y aliviada por el descubrimiento de un lugar seguro desde el que vengarse del mundo y su realidad: la soledad, la literatura. De hecho el componente autobiográfico es uno de los encantos de Bukowski, esa alquimia mediante la cual la vida verdadera de un perdedor se transformaba en el oro de la literatura de alguien que, ajeno, aparentemente, al mundo literario, enemigo de la pedantería, martirizador de intelectuales, parecía entender el poema o el cuento como un lugar en el que caerse muerto. Esa imagen de poeta entregado a la vida -que iba al fango de la vida para extraer los materiales con los que levantaba sus poemas y sus cuentos y sus artículos y sus novelas- era la que nos fascinaba de chavales. Ay aquellos libros blancos de la colección Contraseñas de Anagrama con títulos tan elocuentes como La máquina de follar, Erecciones, eyaculaciones exhibiciones, Escritos de un viejo indecente, Se busca una mujer, Factotum, Lo que más me gusta es rascarme los sobacos...
Bukowski era cualquier cosa antes que un literato. Su mal gusto era desafiante. Su manera de hundirse en la mala vida, auténtica rebeldía ante un orden social para autómatas. Ah, qué jóvenes éramos. De hecho, siempre me ha parecido que Bukowski es un gran autor de literatura juvenil, que si hubiera alcanzado ese mundo suyo ya adulto hubiera mirado para otra parte o me hubiera tapado la nariz o lo hubiera discutido viendo auténtico conformismo en esa vida de perros que llevaban sus agónicos personajes. Pero habérmelo encontrado de adolescente me convirtió en un hincha, es decir: en alguien que no atiende a razones. Bukowski era nuestro enviado especial a un infierno del que él volvía envuelto en carcajadas, en suficiencia, en poesía brutal, en el sosegado nihilismo de quien ya antes de hundirse estaba muy convencido de que no había nada que hacer. Su personaje principal -Chinaski- nos mejoraba porque se las arreglaba para alcanzar algunos paréntesis de plenitud en medio de la cochambre y porque, a pesar de su pegajosa incapacidad para llevar una vida normal, a pesar de sus frecuentes derrotas, conservaba el pulso suficiente como para, aliviada la resaca y antes de entrar en la siguiente borrachera, contar algo de sí mismo, fijar sus experiencias por mediocres o patéticas que fueran, elevarlas mediante la literatura. Una literatura que pugnaba por alcanzar la naturalidad. El compromiso del escritor era un árbol de pega cuyo único fin era que no se viera que no hay bosque alguno, en afortunada frase de Juan Corredor. Al fin y al cabo eso es ficción: lo que hacían los alfareros con el barro, darle forma para conseguir algo útil. Bukowski nos resultaba muy útil a los adolescentes de los 80. Y se lo sigue resultando a los adolescentes posteriores si he de creer las preferencias declaradas de algunos poetas de poco más de 20 años que lo citan en el panteón de los venerables de quienes reciben algún tipo de influencia.
Charles Bukowski. Retrato de un solitario (Editorial Renacimiento) de Juan Corredor es un excelente estudio del autor de Factotum. Se propone, y consigue, retratar a un escritor que consiguió subirse a un pedestal hecho de tópicos que podían fácilmente desmentirse o al menos ser corregidos y muy matizados: no era Bukowski un escritor que desdeñara los corredores del mundo literario, antes bien, sabía moverse por ellos con singular celeridad, ambicionaba recorrerlos creando al hacerlo su propio público, un público que iría en aumento desde que empezara a llamar la atención en revistas marginales y editoriales con escasa difusión. Un público que parecía interesarse tanto o más que por sus poemas y cuentos y columnas, por sus circunstancias: es decir, un público al que le intrigaba si aquello que se contaba en poemas y cuentos y columnas era verdad o no, como si no les bastara la calidad y la personalidad de los textos. Bukowski era capaz de convertir sus fracasos en éxito: de hecho una de sus primeras ventas es una historia acerca de las cartas de rechazo que colecciona un escritor. Detalladamente, con muy buena prosa, Corredor va desnudando a Bukowski, o al menos, la leyenda Bukowski: se ve en todas las páginas del libro que también es un hincha, pero al contrario que los chavales que fuimos, es capaz de razonar sin que sus argumentos quiten mérito alguno al escritor.
Bukowski construyó una leyenda -como Salinger, como tantos otros- y despistó a los críticos que se le acercaban más por ser leyenda que por ser escritor de una obra tan personal e influyente. El personaje era indispensable para que el escritor destacara, para potenciarlo: el lector medio, sobre todo los jóvenes, agradecía que tras textos intensos y descarados y -a veces- geniales (como ese gran cuento titulado Deje de mirarme las tetas, señor, un relato que por otra parte no tiene nada de autobiográfico) hubiera un tipo tan singular, una biografía tan difícil como la que vendía Bukowski. Si, como quieren algunos, la misión esencial de un escritor -en la jungla de escritores que es la literatura- consiste en alcanzar una voz personal y reconocible no cabe duda de que Bukowski es de los que alcanzaron la meta. Lo malo de alcanzar esa meta es que pueden darte por leído quienes ni siquiera han pasado de escuchar unas cuantas cosas sobre ti: quienes se agarran a unas pocas etiquetas y se dejan llevar por ella, como si las etiquetas no mintiesen casi siempre y como si no fueran las etiquetas lo primero que hay que quitarle a las cosas para empezar a utilizarlas. No hace falta haber leído a Bukowski para tener ciertas nociones sobre él: prosa ligera, diálogos llenos de palabrotas, escenas violentas, cierto aire melancólico, borracheras, sexo a tutiplen y de pago la mayor parte de las veces, desdén por el mundo cultureta, resacas, todo eso, asco de vida.
Escarbando en su vida, el retrato de Bukowski que nos presenta Corredor matiza cada una de las etiquetas que con harta facilidad se le colgó al personaje: ciertamente en toda su obra hay muchos trallazos contra la literatura pomposa y contra autores a los que consideraba "escritores para escritores o para profesores", pero, por mucho que en declaraciones y algunas columnas Bukowski tratara de dar la impresión de que la literatura y la poesía le importaban bastante menos que las botellas que iba a beberse esa tarde, lo cierto es que era un gran lector, que siempre fue un gran lector, dotado de una aguda capacidad para amortajar grandes nombres con un epigrama o con un elogio. Tampoco es cierto que fuera un inmenso pasota al que la suerte de sus escritos se la trajese floja: habrá pocos escritores que hayan dado tanto la brasa por conseguir que le publicasen aquí o allá, que escribiesen tantas cartas a sus editores, que colaborasen tanto con revistas de medio pelo para ir erigiendo su propia estatua. Ello no dice nada bueno ni malo del escritor, de sus textos, sólo de lo poco que tenía que ver lo que el escritor decía de sí mismo, cómo se presentaba ante sus lectores, con la verdad. Desde muy joven Bukowski ambicionó ser alguien y serlo en la poesía norteamericana. Y lo consiguió, primero porque se lo merece, y segundo porque en pocas cosas gastó más energía que en esa empresa.
Su obra, por otra parte, enlaza claramente con la novela picaresca: su héroe no deja de ser de la estirpe de Lázaro de Tormes, alguien que conoce bien los bajos fondos y tiene que aviárselas para vivir como se pueda, hermanándose con espontáneos iguales que serán olvidados a la vuelta de la esquina, donde otros iguales le esperan para seguir el camino hacia ninguna parte. A pesar de que en un cuento de uno de sus grandes libros, Hijo de Satanás, hay una pieza en la que se intuye la necesidad de una revolución de los parias de la tierra -con un ejército de mendigos apropiándose de un supermercado- no hay muchas páginas de Bukowski donde se revele una conciencia de clase que se ve obligada, dado su aplastamiento, a declarar una guerra: lo que hay más bien es una conciencia de solitario que está en guerra con el mundo, sin distingos de clase, y esa conciencia a lo máximo que llega, la mayor parte de las veces, es a mandar a tomar por culo a un jefe que quiere pasarse de explotador o a ajustarle las cuentas a un idiota que quiere hacer uso de su posición de poder porque es el que firma los cheques. Poco más. Bukowski detesta al prójimo, sea burgués o pensionista. Si el paraíso es el lugar donde uno puede sentir la cercanía del prójimo sin temor alguno, en frase feliz de Walter Benjamin, el único paraíso sobre la tierra en los cuentos de Bukowski es la habitación de la pensión donde el héroe está solo, a salvo del mundo, fumando y bebiendo y tecleando en su máquina. "Yo era un hombre que me alimentaba de soledad: sin ella era como cualquiera privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. La oscuridad de mi habitación era fortificante para mí como la luz del sol para los otros. Le di un trago a la botella", se lee en Factotum. El héroe de Bukowski parece haberse tatuado en la corteza del alma aquella frase de Ibsen según la cual "el hombre más grande es aquel que está más solo".
También la leyenda de que llevó una dura vida que se sostenía gracias a trabajo de poca monta se lleva un varapalo aquí: lo cierto es que era funcionario de Correos y lo fue durante un montón de años y sólo se salió de la administración cuando hizo cuentas y vio que podía vivir de la escritura. Tuvo mucho que ver con ello el gran ángel de la guarda de Bukowski, el editor John Martin, que se hizo editor para publicar a Bukowski, que fundó la mítica Black Sparrow Press después de vender su colección de primeras ediciones de D.H. Lawence, que le ofreció un sueldo mensual a Bukowski -como Carmen Balcells a Vargas LLosa- para que dejara cualquier ocupación que no fuese escribir. Y a esa pasión se entregó frenéticamente -porque ya estaba entregado antes, eso hay que decirlo en su honor- y empezó a abrírsele el cielo de la fama, no sólo en Norteamérica sino sobre todo en Europa. Como había que alimentar al mito sus recitales, multitudinarios, siempre llevaban algún regalo espectacular. Había que complacer a la hinchada. Una hinchada en la que figuraban las sucesivas amantes que iban a certificar su fama de mujeriego, chicas jóvenes enamoradas de un mundo siniestro y de su arrasado creador, al que elocuentemente se proponían salvar de un fango ficticio. Las mujeres -que daban título a una de sus novelas- son también importantes en el retrato del solitario que propone Corredor. A pesar de la fama de misógino inveterado de Bukowski, parece necesitarlas como a la propia escritura. No era una cosa sólo de follar y hasta otra, no: hay en Bukowski un romántico irredento con peligrosa facilidad para enamorarse. Se diría que no hizo otra cosa, una vez llegada la fama y la atención de las multitudes y el ejército de groopies, que vengarse de una adolescencia complicada y solitaria en la que su rostro arrasado por las marcas de acné no resultaba muy atractivo para las chicas a las que quiso conquistar.
Una de las grandes virtudes del libro de Corredor es que, presentándonos a un Bukowski mucho más real que el mítico Bukowski que se inventó a sí mismo, invita a meterse en el mundo de Bukowski, en la literatura de Bukowski, en sus poemas largos y narrativos y sus cuentos cortos y poéticos, duros, sucios, vivificadores y enérgicos. No sé si yo lo haré, porque me tengo prohibido volver a visitar los libros que me resultaron importantes en la adolescencia, por el riesgo de no ver en ellos ahora nada de lo que entonces me resultó importante. Ya digo que para mí Bukowski es el más grande de los escritores de esa parcela que conocemos como literatura juvenil y, lamentablemente, aunque Bukowski siga siendo el mismo que cuando me lo bebí, yo ya no soy el que era y tampoco quiero corregir el recuerdo que tengo de su admirable e indecente escritura.
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