A Murvin Andino
Sintió excesiva su presencia ahí, frente a él, frente a sus ojos, en la mesa del café, como si su belleza no encajara en ese lugar tan público, tan corriente, tan alejado de cualquier posibilidad de eventos extraordinarios. Y éste sí que era un evento extraordinario. Al café del centro sólo podía acudir aquel tipo de mujeres que no entraba del todo en la clasificación de las bonitas. Y ahora que esta mujer le ofrecía el insuperable espectáculo de un escote a lo Jennifer López y unas piernas cruzadas bajo una falda corta y suelta, no podía menos que sentirse incómodo.
Era la mayor atracción del día para cualquiera de los parroquianos que se habían instalado en el café a esa hora y él sentía que las cuarenta miradas presentes convergían en su mesa, justo en el sitio donde ella decidió sentarse, y sentía, de algún modo inexplicable, puesto que las miradas eran para ella, no para él, que no encajaba en aquel cuadro.
No sabía si levantarse e irse o morir de vergüenza, si mirar hacia fuera o mirarla a ella, si tomar su latté o revisar ficticios mensajitos en el celular. Estaba insoportablemente incómodo.
Ella sonrió, le dijo unas palabras que a él le resultaron ininteligibles y sonrió. Él correspondió con una sonrisa nerviosa, estúpida. En lo sucesivo, los cuarenta testigos pudieron seguir desde sus mesas un breve intercambio de nuevas palabras entre ambos.
Terminados sus respectivos cafés, salieron a la calle. Los clientes y las chicas del bar se bebieron el momento entre risas y comentarios de asombro. Cruzaron el parque. Los homosexuales, reunidos desde el principio de la noche en pequeños grupitos alrededor de las jardineras, los escoltaron también con sus miradas. Caminaron tres cuadras hasta una calle poco iluminada. Ella lo jaló con una fuerza extraña de la presilla del pantalón hasta quedar ambos contra una pared desvencijada. Con los primeros roces lo obligó a sustituir su inicial nerviosismo por un temblor persistente que eliminaba cualquier posibilidad de resistencia. Se sintió desarmado y se dejó hacer. Más arriba, en la avenida, los carros pasaban de norte a sur como una muestra de que en otros ámbitos la vida transcurría normalmente. Se dejó hacer. Ella le soltó las amarras y le extrajo su monocefálico de fauno irrefrenable para ejercitarse en el arte de la succión. Se sintió ya no incómodo sino todo lo contrario, aunque muy cerca de ahí un guardia hiciera su ronda nocturna y de vez en cuando les dirigiera la luz de una linterna. Luego ella volteó y levantó su faldita para dirigir el miembro faunesco a la cavidad encendida. Ahí soltó él todo el estrés acumulado en una ardua semana de trabajos contables. Recompusieron el orden de sus prendas. Se dieron un beso largo de agradecimiento mutuo. Se fueron. Camino al colectivo se dio cuenta que ese beso había sido el único que se habían dado.
El domingo siguiente ella volvió a llegar al café. Él ya la esperaba. Se había tomado un espresso. Ella optó por una piña colada. Se lavantaron. Se fueron a la calle de la vez anterior. Esta vez hubo besos de entrada. No hubo succión. Ella se dio vuelta. Levantó su faldita. Se reclinó contra él. De nuevo a él no le costó entrar a la ruta del amor. Ella le atrajo su mano izquierda y se la puso enfrente. Tenían un ritmo parejo, como si llevaran practicando toda una vida juntos. Él sintió algo extraño. Una protuberancia. Para cuando supo de qué se trataba ya estaba en la cúspide de su entusiasmo. Apretó su mano contra ese aparato largo y duro. Lo masajeó hasta hacerlo vomitar. Ella se retiró aun contra la negativa de él. No se besaron. Se fue. Él vio su mano caliente y pegajosa. Hizo lo que pudo contra la pared. También, se fue.
25 comentarios:
Hansy...
Una historia muy interesante.
Un comienzo dificil, un desarrollo fogáz y un final inesperado, sobre todo para él, que le resulto un tanto dificil despojarse de su inseguridad.
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